Una sociedad moderna, justa y pluralista no puede sostenerse más que en los pilares esenciales de la tolerancia democrática. ¿Pero qué es la tolerancia democrática? ¿Qué representa? La tolerancia democrática representa, en lo básico y sustancial, la capacidad que evidencia una comunidad y cada uno de sus individuos de convivir en la diversidad y el respeto irrestricto de las diferencias ideológicas, culturales, religiosas y sociales. En un mundo en el que la pluralidad y la heterogeneidad, tanto de pensamiento como de elecciones se hace cada vez más evidente, esta cualidad resulta definitivamente sustancial para mantener no sólo la cohesión social en pos de un objetivo común que incluya procesos pacíficos y participativos, sino también la estabilidad política.
Las recientes afirmaciones del presidente Javier Milei en Davos -reafirmadas luego a través de sus redes sociales- ponen ciertamente en riesgo tanto la convivencia armónica como el equilibrio en las acciones de un gobierno que lejos de hacer gala de la tan indispensable tolerancia democrática, no deja de agudizar con todas sus fuerzas y malas intenciones una intolerancia inusitada que, por lógica, se traduce en un discurso de odio que apunta específicamente a la aniquilación de lo opuesto.
Prácticas como las que ejerce en lo constante el presidente no hacen más que destruir el reconocimiento de la diversidad, el respeto mutuo, el diálogo constructivo y el compromiso con el resguardo de los derechos fundamentales, tomando a la violencia y la imposición como único mecanismo a través del cual amedrentar y aleccionar a quienes no están de acuerdo con las políticas de una gestión que claramente tiende a agigantar las brechas sociales en beneficio de un único sector: el de los poderosos.
Pero más allá de esta cuestión evidente en sí misma y que se refleja con contundencia en provincias como La Rioja, a la que el gobierno nacional y sus representantes discriminan profundamente tanto en lo económico como en lo social, haciendo caso omiso a las obligaciones que determinan las leyes e incluso a la misma Constitución Nacional, vale la pena prestar atención a la manera en que esas estrategias discursivas puestas de manifiesto por el líder de La Libertad Avanza se derraman también sobre estas tierras, haciendo de las fake news y la difusión de mentiras, calumnias y acusaciones infundadas un dispositivo desestabilizador, una máquina de generar angustia en la sociedad y poner en jaque a un sistema democrático que, en La Rioja, tiene sólidas bases más allá de quién esté a cargo de los destinos de la Provincia.
Hacer referencia a los hechos que sacudieron en los últimos días a la opinión pública y que implicaron ataques directos al Gobierno provincial, aunque sin ningún fundamento o prueba en concreto, muy probablemente implique otorgar entidad desmedida a quienes escudados en prerrogativas ligadas a la libertad de expresión -a la cual no entienden ni respetan en lo más mínimo en sus bases éticas y morales- se permiten decir o hacer lo que lisa y llanamente se les antoja, para luego plantar bandera, en su defensa, escudándose en el hecho de que “no hay que matar al cartero”, como si ese principio no escrito pero empleado convenientemente fuera en sí mismo un chivo expiatorio, cuando no el correrse abiertamente de las responsabilidades que un periodista o un medio de comunicación debe asumir a la hora de informar a la sociedad.
En nada implica esto -vale aclararlo- el hecho de que un comunicador o un medio no pueda tener tal o cual ideología. Muy por el contrario, y en nombre del respeto a la diversidad y las diferencias de pensamiento que hacen a la tolerancia democrática, es más que bienvenido el hecho de poder establecer un debate enriquecedor al que pueda sumarse la sociedad, aunque partiendo siempre desde la búsqueda de la verdad que ilumina, en lugar de hacer pie en la mentira que oscurece, sin más objetivo que el de llevar agua para su molino, al tiempo que confundir y causar un daño profundo en la concepción de las instituciones tal y como las conocemos.
Es necesario, en este punto, hacer una reflexión amplia y consciente respecto de quienes dicen llamarse «periodistas» y no son más que simples operadores políticos que responden a intereses superiores y que, en un total desface de sus propias realidades y visiones, apuntan con dedo acusador sin ofrecer a cambio la más mínima prueba, la más mínima certeza, el más mínimo dato ni ningún correlato que sustente esa diatriba que no es más que la expresión de un odio manifiesto a eso que es distinto a lo que se quiere imponer. Meros opinadores de tribuna, pero con toda la peligrosidad que conlleva el hacerlo detrás de un micrófono desde el cual amplifican falsedades sin el más mínimo decoro.
Tan falsos en su decir como todas y cada una de las falsedades que el presidente Milei soltó en su discurso en Davos, en donde pretendió dar «cátedra» sobre brecha de género, femicidio, diversidad y abuso infantil, y terminó dando «cátedra» (en eso sí) de desconocimiento, desinformación, violencia discursiva e intolerancia absoluta. Un simple chequeo de los dichos del líder de LLA es más que suficiente para revelar esas imprecisiones, inexactitudes y mentiras como que la figura de femicidio legalice que la vida de una mujer valga más que la de un hombre, o que la brecha salarial de género no existe, o que “la ideología de genero constituya lisa y llanamente abuso infantil”. Por cierto, «chequear» es una práctica esencial del periodismo que no se le puede reclamar a un «cartero», pero sí a quienes dicen ejercer la profesión de periodistas y se presentan como los paladines de la comunicación, cuando no son más que simples portadores de odio.
La tolerancia democrática, a todas luces, está enfrentando por estos días, y muy especialmente a partir de discursos como los de Milei, una serie de desafíos extraordinarios que, como tales, se trasladan también a sociedades como la riojana. La polarización política, que tiende a la división ideológica y a dificultar el diálogo, al tiempo que fomentar actitudes intolerantes hacia quienes sostienen posturas contrarias es una de ellas. El auge de los discursos de odio facilitados por las plataformas digitales que difunden mensajes -en su mayoría anónimos- que atacan a grupos específicos y ponen a prueba los límites de la tolerancia es otro. El autoritarismo, que busca socavar el respeto al promover narrativas que deslegitiman a los opositores y debilitan las instituciones es otro. La desinformación, las noticias falsas y la manipulación informativa que crean desconfianza y aumentan los conflictos, dificultando la coexistencia pacífica es otro. Todo ello constituye, en suma, un verdadero caldo de cultivo de violencia y odio discursivo que no persigue otro objetivo que no sea la aniquilación del otro, del distinto. En definitiva, la desintegración de la tolerancia democrática.
De nosotros, como actores sociales, depende trabajar para fortalecer esa tolerancia democrática apostando no sólo a la educación cívica desde edad temprana, enseñando valores como el respeto, la empatía y la importancia del diálogo en la formación de ciudadanos comprometidos con el sistema democrático, sino también actuar como modelos de respeto, promoviendo un discurso inclusivo y oponiendo rechazo a toda forma de discriminación o violencia.
Por último y no menos importante, se debe analizar la necesidad de establecer mecanismos de regulación a los contenidos que promuevan el desprecio y garantizar un espacio para el debate real, que pueda contribuir significativamente a una cultura de tolerancia.