…Primero vinieron por estos, pero yo no dije nada porque no era de estos; después vinieron por los otros, pero yo no dije nada porque no era de los otros; después vinieron por aquellos, pero yo no dije nada porque no era de aquellos; después vinieron por aquellos otros, pero yo no dije nada porque tampoco era de aquellos otros. Un día vinieron por mí, pero ya era demasiado tarde, porque ya no había nadie que pudiera decir nada…
«Incitación a cometer delitos», «incitación «a la violencia colectiva», «declaración peligrosísima», «intento de aniquilación del adversario político», «ataque a la democracia», «habilitación a la violencia social», «espiral autoritaria», «desequilibrios», «ataque a la libertad», «reivindicación del nazismo», «verticalismo y violencia», «hostigamiento», «agresión política», «estigmatización», «deshumanización», «persecución», y la lista sigue. De hecho, puede resultar tan extensa como el debate que se abre luego de cada declaración intempestiva de quien conduce (nada más y nada menos) los destinos de nuestro país. Al menos, a muchos, no nos deja de sorprender, aunque a esta altura no debería sorprender a nadie.
El presidente se muestra y expresa tal cual es. Y ese, para la gran mayoría de sus votantes, fue y sigue siendo un «plus». Les resulta simpático, incluso, ese personaje cada vez más sobreactuado en pos de caer bien a sus «amigos» superpoderosos, a los que defiende a capa y espada y a los que puede visitar cada vez que quiera, para sentirse parte de ese mundillo que lo embelesa desde siempre. La gran mayoría de sus votantes, aun, lo aplauden y se regocijan en ese revoltijo de improperios, la mayoría de ellos producto de la desinformación, cuando no de la mala intención, mientras enarbolan la bandera de la «batalla cultural» que el león les ofrece, y que no es más que otra de las tantas estafas a las que nos va acostumbrando, empaquetando la realidad de los hechos con el papel lumínico de sus «éxitos» económicos y los premios (de dudoso origen) que engrandecen su ya de por sí descomunal narcisismo.
Desde ese pedestal, precisamente, es que el Presidente no escatima ningún enfuerzo en dejar salir por todos y cada uno de sus poros la diatriba de un resentimiento evidente que no sabe de límites y que, con el correr de los días y el autoconvencimiento de poseer un poder ilimitado (avalado además por un entorno claramente enfermizo), lo habilita a proferir todo tipo de amenazas con la misma liviandad con que asegura hablar con su perro muerto.
“Los vamos a ir a buscar hasta el último rincón del planeta en defensa de la libertad. Zurdos hijos de putas tiemblen”, advierte Javier Gerardo cual jefe de barrabrava de cancha.
Provoca, fanfarronea, alborota, bravuconea, desafía, irrita, ofende, hostiga, insulta, miente, miente, miente, que -muy seguramente- siempre algo queda. Es, en suma, lo que mejor le sale. Es, en suma, lo que le dio réditos extraordinarios, al punto tal de llegar a sentarse en el sillón de Rivadavia. Pero es, también (y aquí radica lo verdaderamente grave), una expresión de deseo real y concreta que, como tal, no puede dejar de trasladarse a quienes lo acompañaron en las urnas y lo siguen acompañando en las hordas de las redes sociales: aniquilar al otro, al diferente, al distinto, al que no piensa como él piensa. Reflejo esto, por otra parte, de una sociedad fragmentada, rota, y que en gran parte adhiere plenamente a este tipo de mecanismos.
Y es que, para ser claros, pocos, muy pocos de los seguidores de Milei podrán decir que no sabían, que no se dieron cuenta, o que fueron engañados en su buena fe. Milei siempre se mostró y se expresó tal cual es, y podrían citarse aquí tantos ejemplos como estrellas hay en el firmamento. Hacer referencia a su desbocada furia ultraderechista es pasar desde la lamentable y aberrante «metáfora» de «los nenes encadenados y bañados en vaselina» respecto del «estado pedófilo», a la comparación del sistema de Coparticipación Nacional (que no respeta) con la violación a mujeres. Ni qué decir de icónicas frases como: «Les cerramos el orto, pedazo de soretes» (a los medios de comunicación que no responden a su discurso), o “Entre la mafia y el Estado prefiero a la mafia. La mafia tiene códigos, la mafia cumple, la mafia no miente, la mafia compite», o “Soy el general AnCap [anarcocapitalista]. Vengo de Liberland, una tierra creada por el principio de apropiación originaria del hombre (…) Mi misión es cagar a patadas en el culo a keynesianos y colectivistas hijos de puta”, o “Una empresa que contamina el río, ¿dónde está el daño?”, o “No tengan miedo, den la batalla contra el zurderío, que se la vamos a ganar, somos superiores productivamente, somos superiores moralmente; esto no es para tibios”, o “La venta de órganos es un mercado más”, o «Políticos de mierda, váyanse a la concha de su putísima madre», o «Va a llegar un momento donde la gente se va a morir de hambre. De alguna manera va a decidir algo para no morirse. No necesito intervenir. Alguien lo va a resolver», o «Me gustaría meterle el último clavo al cajón del kirchnerismo, con Cristina adentro». Y hay más…
El líder libertario es esto que evidencia y que sigue atrayendo a gran parte de una sociedad evidentemente confundida. Pero es también quien está resuelto a avanzar violentamente y en contra de derechos adquiridos, quien ataca a las diversidades, al feminismo y a la educación sexual; quien busca destruir la cultura, la educación pública; quien afirma que la equidad, el cambio climático, el aborto y la inmigración «son todas cabezas del mismo monstruo», quien compara a la ideología de género con el abuso infantil y la pedofilia, y quien sentencia (entre tartamudeos, claro): «Si uno mata a una mujer, se llama femicidio, con una pena más alta que si se mata a un hombre, como si valiera más la vida de la mujer. El feminismo pretende poner a la mitad de la población en contra de la otra».
En definitiva, nada nuevo bajo el sol. Nada que no haya dicho antes, incluso en pleno debate presidencial, con la clara diferencia de que, hoy por hoy, sus declaraciones se enmarcan en un contexto de acentuado ascenso de las derechas y ultraderechas a nivel mundial, cuestión que, a todas luces, lo envalentona y agudiza su estilo de «decir lo que se me cante» con sentido de impunidad plena. Tanta como para pedir «extirpar el cáncer de la «ideología woke», al mismo tiempo en que la Defensora Nacional de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes denuncia que el gobierno del libertario no entrega medicamentos a pequeños que padecen enfermedades terminales.
En ese contexto, muchos dirán que la culpa no es del chancho (y en parte tendrán razón). Otros, en cambio, seguirán haciendo de cuenta que aquí no ha pasado nada porque es «un loco» y a los locos hay que seguirle la corriente (y eso hacen, muchos). Otros, por su parte, manifestarán una vez más su orgullo por haber votado al libertario y pedirán 10 mil veces más por esa oportunidad (los hay, claro y habrá que preguntarse en este caso en qué fallamos como sociedad). Otros, los menos (pero los más perjudicados, y esto es lo más preocupante), tendrán que acostumbrarse nuevamente a vivir con temor real a la inminente pérdida sus derechos conquistados luego de años y años de luchas. Y otros, enumerarán: «Incitación a cometer delitos», «incitación «a la violencia colectiva», «declaración peligrosísima», «intento de aniquilación del adversario político», «ataque a la democracia», «habilitación a la violencia social», «espiral autoritaria», «desequilibrios», «ataque a la libertad», «reivindicación del nazismo», «verticalismo y violencia», «hostigamiento», «agresión política», «estigmatización», «deshumanización», «persecución» sin que, al final del día, nada pase.
Pero la pregunta que se impone, en síntesis, es la siguiente: ¿cuánto tiempo pasará hasta convertirnos en hijos de putas (todos) y en sujetos pasibles de ser perseguidos y aniquilados, por no responder a su pretendido pensamiento único?
Que cuando vengan por cada uno de nosotros, ya no sea demasiado tarde.