Hasta que terminen de olvidarse

Ese niño que camina por la vereda, me recuerda mucho al que fui. Lo observo a través del vidrio de un gran ventanal, en un bar de una esquina. Aquí me citó alguien que no sé muy bien quién es y ahora me pregunto si fue bueno venir. Siempre me lo pregunto. Pero la imagen de aquel niño en la distancia, ya justificó casi por completo mi presencia aquí. Podría pararme e irme y estaría bien. Pero me quedaré un rato más. Después de todo, nada tengo que hacer más que esperar y, mientras espero, intento recordar. Los mecanismos de la mente suelen ser caprichosos y del vacío aparente, pueden pasar en una fracción de segundo a una revolución de pensamientos. Es, casi, como volver a nacer.

A menudo intento recordar aquellos recuerdos que no recuerdo ya. Aquellos primeros días de vida, aquellos primeros meses, aquel primer año, tal vez. Pero es inútil. Mis primeros recuerdos se remontan a un patio grande; a unas escaleras y unos juegos; a un arenero y a unos cuantos niños corriendo alrededor. Yo, en silencio, sentado, observando.

No es diferente ahora. Estoy sentado, en silencio y observo. A esta hora, en la calle, podría decirse que pasa todo el mundo. Pero allá a la distancia puedo ver aún a aquel niño que se va como disolviendo. Me recuerda, esa disolución, a las largas pasarelas del Ferrocarril Belgrano. Allí me sentaba a observar, en silencio, cómo las personas se convertían en fantasmas al pasar de un lado al otro.

Siempre me gustaron los trenes, pero un día dejaron de pasar. Luego, todo fue recuerdo, o falta de recuerdo. La máquina de café me trae nuevamente aquí. Y caigo en la cuenta, de pronto, de que hay gente. Una, dos, tres, seis personas que podrían ser fantasmas. Tal vez me vean de la misma forma. Quizás el fantasma sea yo, aquí sentado, sólo, en silencio.

Y tal vez ya no importe. Pocas cosas importan en realidad. Y otras tantas, apenas si las recuerdo. Son difusas, como aquellas imágenes que me llegan de otro tiempo, cuando podía caminar durante horas entre las vías, juntando papeles. Y si esos papeles tenían algo escrito, podía pasar horas tratando de descifrar historias que no existían, pero que me parecía recordar.

Me iba con aquellos papeles en los bolsillos y con el secreto deseo de que los trenes volvieran y en ellos, las personas que se fueron, hasta volverse fantasmas. Aún recuerdo -aún- aquellos papeles y el inevitable destino al llegar a casa: mamá me despojaba de ellos porque había que mantener la limpieza. Y en definitiva, ahora lo sé, sólo se trataba de despojos.

La memoria tiene esas cosas. Nos va despojando del despojo porque hay que mantener la limpieza. Y entonces los trenes ya no volverán a pasar. Y si volvieran a pasar, ya no serían los mismos. Tampoco los que se fueron. Nada es como antes. Tampoco lo soy.

El café está frío y apenas lo probé. Y si lo probé, apenas lo recuerdo. Una pareja sale, de la mano, del bar. Es como si los hubiera visto antes y los recordara ahora. En realidad, no puedo recordar si lo que recuerdo está pasando, o es parte del recuerdo, o de no poder recordar.

Por las dudas me quedo quieto, en silencio, como esperando algo que ya no recuerdo qué es.

El niño ya se perdió en la distancia. Y con él, tal vez me perdí también. Pero me voy a quedar aquí. Hasta que su recuerdo y el mío, terminen de olvidarse.

 

 

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