La fe, como una roca

La mano como una extensión de la piedra. La piedra como una extensión de la mano.
La fe inquebrantable, como una extensión de ambas.
Las manos de nadie. Los rostros de nadie. El sufrimiento de todos.
Las manos de nadie. Los rostros de nadie. Las miserias de todos.
Las manos de nadie. Los rostros de nadie. Las esperanzas de todos.
Y allí la piedra. Y allí las manos. Y allí los rostros. Y allí el sufrimiento. Y allí las miserias.Y allí las esperanzas. En permanencia perpetua.

En tiempos de Semana Santa (hoy se renueva la ceremonia), resulta insolayable hacer referencia a un fenómeno que año tras año capta la atención de miles y miles de feligreses que llegan con su devoción y su fe a cuestas para poblar el Paraje El Barreal, donde una inmensa roca cobra vida y se agiganta. Igual que se agiganta, al unísono, el mito. “Cuenta la historia que…” narrarán muchos de los que, indagadores y memoriosos, intentarán explicar con palabras de este mundo lo que con palabras de este mundo bien puede resultar inexplicable.
Y es que sólo quien puede sentir, puede creer. Y sentir y creer, al mismo tiempo, le pueden poner rostro a una roca, pero también a una necesidad que se repite hasta el infinito en todos y cada uno de los rostros que evidencian emociones que nacen desde las profundidades mismas de una humanidad sufrida y que busca aferrarse a las raíces de un sostén para esas piernas que tiemblan ante la aparición de Cristo, en sus tres caras, en la piedra.
Nadie sabe fehacientemente cómo la roca llegó hasta allí. Igual que nadie sabe fehacientemente cómo llegó el hombre a poblar el universo. Pero en algún punto de la historia que nos toca y que narramos, francamente no parece resultar necesario saberlo.
Y es que algunos fenómenos, como el de El Señor de la Peña, trasbasan el imaginario social, lo atraviesan, lo vulneran, lo quebrantan, hasta convertirlo en una especie de sólida construcción que no admite, siquiera, el más mínimo de los análisis, a excepción de intentar agudizar al máximo la retina en pos de lograr comprender esa manera inquebrantable de aferrarse a una imagen como si se tratara de aferrarse a la vida mientras se pende de un hilo que da exactamente hacia el vacío.
Como cada año, El Señor de la Peña congregará a miles y miles de fieles que, con su lento pero constante peregrinar, pondrán en tela de juicio una de las más tradicionales celebraciones religiosas a partir de particulares ceremonias en las que hasta la Iglesia será parte, subyugada por el creciente e incontrolable devenir de un prodigio que es, al mismo tiempo, marca registrada de La Rioja.
Una vez más, la fe tendrá la precisa forma de una roca y la roca tendrás las precisas formas del Señor, como testigo silencioso de una infinita colección de promesas, de una inacabada antología de agradecimientos, de una prolongada recopilación de emociones compartidas, de un inagotable compendio de lágrimas y de una interminable reunión de almas en regocijo. Y hoy nadie, nisiquiera Dios, se atreverá a cuestionar, por unas horas, todo lo pagano del rito.
Porque allí, en la roca, en El Señor de la Peña, quedarán grabados como indelebles memorias las manos, los rostros, el sufrimiento, las miserias y las esperanzas. En permanencia perpetua.

UN POCO DE HISTORIA

El Señor de la Peña es una enorme roca con forma de rostro (perfil y cabellera), desprendida de las estribaciones de la Sierra del Velasco, de remota fecha aún sin determinar, aunque se estima que 2 mil años DC. Está ubicado geográficamente en el Paraje El Barreal, en el Departamento Arauco, provincia de La Rioja.
Los habitantes Diaguitas fueron los primeros en encontrar esta roca, y la tomaron como un punto de referencia para sus cacerías de animales salvajes. Además, este lugar les servía de resguardo, sombra y protección de la seca y árida extensión de tierra Arauqueña. Lo llamaron primitivamente el Dios Llastay (Protector de la montaña y la Caza).
Lo hicieron así porque esta etnia indígena adoraba toda figura antropomórfica, es decir que en aquellos tiempos, los aborígenes ya descubrieron su forma de rostro humano.
Con el paso del tiempo, y con la llegada de los primeros Españoles a la región, trayendo consigo la misión de Cristianizar, aprovechan esa antigua devoción indígena para inculcar que se trataba del rostro de Cristo. Desde allí es que toma el nombre de “El Señor de la Peña”.
Su estampa mide aproximadamente 12 metros de altura, por unos 20 m,etros de periferia y tiene una tonalidad suavemente rojiza. En su cima se levanta una cruz de hierro. La naturaleza dotó al ídolo de un perfil hierático, un fuerte perfil humano con amplia frente, ojos y nariz muy pronunciados, y un prominente mentón.
El Señor de la Peña está ubicado a unos 47 km de la ciudad de Aimogasta, y a unos 90 km de la ciudad Capital Riojana. Su devoción fue creciendo sorpresivamente con el paso del tiempo, hasta sobrepasar fronteras Riojanas.
La cruz de hierro que tiene en su cima, fue colocada en el año 1842, por un ciudadano que residía en el Distrito Machigasta, en el departamento Arauco, Don Vicente Cedano, ayudado por arrieros vaqueanos.
Según cuenta la historia, la Iglesia católica no aceptaba en ese tiempo la veneración de esta masa pétrea, hasta se enviaban custodios para evitar su adoración. Sin embargo, los lugareños solían esconderse hasta que la custodia abandonara el lugar, y así poder demostrar su devoción. De esta forma, y con el paso del tiempo, fue creciendo su feligresía.
La asunción de Monseñor Enrique Angelelli a la Diócesis Riojana en el año 1968 guiado por la orientación Pastoral del Concilio Vaticano Segundo, significó un gran paso para la aceptación definitiva de este lugar, como espacio de verdadero regocijo Cristiano en la iglesia católica.
Por entonces, fue el cura párroco de Arauco, Julio Cesar Goyochea, quien construyó el primer Vía Crucis de piedra y cemento en el lugar.
En el año 1978, el gobierno provincial con su entonces gobernador Llerena, promulgó mediante Decreto de Ley 3.828/78 la adjudicación al Obispado de La Rioja, un total de 30 hectáreas, en un polígono que encierra 8.823 metros cuadrados.
En la actualidad, El Señor de la Peña congrega cada año a más de 50 mil fieles de diferentes puntos de la provincia, el país, y países vecinos.
El arraigado culto al Señor de la Peña, constituye una verdadera amalgama de idolatría indígena, y de catolicismo elemental.

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