Una casa y un templo

Himnos farisaicos (el canto de las manos), de Héctor David Gatica

Héctor David Gatica tiene en sus manos vestigios de heridas selladas con barro. Marcas como surcos de un agua que se escurre, lastimada de escasa, entre las piedras por las que alguna vez el hombre supo soltar su paso. Y frío, escarcha, hielo cortándole la piel, cuarteándole las palmas, como cuando alguien le arranca a la paloma un ala, intentando truncar su vuelo como mensaje.
Héctor David Gatica tiene en sus manos un canto; el canto de las manos y unos himnos farisaicos como evocación de muros levantados contra la barbarie del absolutismo de la noche, cuando la oscura soledad aprieta el pecho y suelta letras como lágrimas para dar forma a las palabras que nombran el dolor de una humanidad que, sin embargo, no deja de darse, a sí misma, la espalda.
Héctor David Gatica tiene en sus manos la poesía que se le vuelve vital (como si no se le hubiera vuelto vital desde su simiente) y estos versos de los que ya no puede ni podrá renegar, porque no tiene derecho a desertar, el poeta, de la altura luminosa y clara de su mirada, convertida en terruño y cobijo donde al fin se recuestan los niños desamparados a soñar los sueños que antes les fueron brutalmente arrebatados (que todo sueño arrebatado a un niño es una brutalidad).
Héctor David Gatica tiene en sus manos la poesía y debajo de su manga, siempre, siempre, un as muy bien guardado, que lo posiciona no sólo en el privilegiado sitial de lo profundo de las letras, sino también de lo diverso. Todo ello lo lleva a estar indagando constantemente -con mirada escrutadora de ave- en nuevos territorios literarios, aún cuando esta virtud propia de los elegidos le haya generado, en algún momento, dudas en cuanto a este libro que ahora se reedita en un acto de estricta justicia poética.
Héctor David Gatica eleva su voz (como sinónimo de planeo contemplativo y no de grito) en Himnos Farisaicos (El canto de las manos) hacia un nivel que saludablemente obliga al lector a poner todo empeño en lograr alcanzar la altura del viaje poético en que se ha embarcado el escritor riojano, sumido en un mundo de imágenes que dan cuenta de la crudeza de los modos del vivir en lo olvidado de los Llanos, matizado esto, tal vez, con citas bíblicas que nos dan cuenta del paso del tiempo respecto de la humanidad y lo poco que hemos hecho (como parte indisoluble de ella) para superar las heridas persistentes de lo cotidiano, cocidas al calor de la indiferencia, del mirar hacia otro lado, como si el prójimo fuera una simple entelequia recubierta de invisibilidad.
Acompaña el poeta a cada cita con una breve explicación a modo de preludio de una y otra poesía (aunque pudiera no resultar necesario por la claridad de conceptos), lo que otorga pistas al lector para situarse en tiempo y forma en pos de terminar de pergeñar una idea, un concepto y, en definitiva, concebir la figura -que podría resultar inédita- de un Gatica obrero, “constructor” de muros y techos para los niños o para Dios, que para el caso viene a ser exactamente lo mismo.
Pone en cada ladrillo el escritor la misma minuciosidad con la que pone en cada palabra un significado que conlleve necesaria e inevitablemente a la concepción de una poesía que toca en lo insondable del ser, cual guerrero incansable que hace frente al desamparo colectivo del hombre que padece la contagiosa -y también letal- enfermedad del abandono que, en la mayoría de los casos, termina por ser sinónimo de un desarraigo que duele hasta en los huesos, tal como lastima la noche helada sin más techo que el cielo, derrumbándose sobre los ojos.
Para contrarrestar ese vacío existencial (tal vez el más existencial de los vacíos) que lo interpela, construye Gatica una casa y un templo. Y los edifica en lo formal, en lo real, en lo práctico, con el canto de sus manos haciéndose callos entre el barro, dejando en cada uno de sus dedos agrietados el testimonio de un tiempo (el suyo y el nuestro), para el que diseña también los versos de una memoria aferrada a las paredes vueltas, ahora, abrazos que contienen.
Porque Héctor David Gatica tiene en sus manos un canto. El “canto humano”, como bien referencia Antonio Aliberti, en uno de los prólogos con que cuenta Himnos Farisaicos. “Las manos son ejecutoras de la intención y finalmente responsables de la degradación o el jubileo del hombre. Conmovedor sustrato de una poesía que pretende esa otra ‘creación’ en el espíritu del hombre: el goce de ser útil a los hombres”, agrega el poeta nacido en Italia.
Las manos de Gatica mientras tanto, entre barro, agua y hielo, saben perfectamente de lo sonoro y solidario de su edificante legado.

(La presente reseña fue publicada en el suplemento 1591 Cultura + Espectáculos de diario NUEVA RIOJA)

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