40. En 8

1

De Néstor te acordás de un Fiat 600 (o de, al menos, lo que en tu memoria parece un Fiat 600) y una bolsa de caramelos. Unos bigotes a lo Freddie Mercury y una sonrisa como punto final de vaya uno a saber cuántas historias maravillosas contadas al viento que se colaba por la ventanilla en un día soleado. De eso te acordás tan clarito: el sol y el aire pegándote contra los ojos. Y también, como contraste impredecible, aquella mañana de lluvia, en el auto de papá, con tus hermanas y la tía diciéndote que ese que estaba ahí, yacente en aquella casa de puertas abiertas y persiana a medio subir, o a medio bajar, no era ese que estaba ahí.

2

Apenas si podías entenderlo. O no. Y es que entender es un ejercicio que requiere, mínimamente, de algo de experiencia y otro poco de sabiduría, cuestión que no se adquiere si no es, precisamente, teniendo algo de experiencia. Es una verdad irrefutable esa que dice que nadie nace sabiendo; tanto como que nos vamos a ir de este vecindario sin terminar de aprender nunca. Cuesta entender. Pero al final, algo se entiende. Así es la vida: inexplicable como que los recuerdos que quedan en el tintero caprichoso de las neuronas le escapen al diluirse de una memoria frágil de un niño de apenas 4 o 5 años.

3

Las calles entonces eran anchas y los autos pocos. Tal vez por eso, o porque siempre te gustaron los autos, la nitidez en tu memoria de aquella «bolita» rugiendo en el impenetrable universo con cantero al medio, postes de luz y arbustos del bulevar de Brinkmann. Y esta otra claridad: llovía y llovía y llovía. Luego, todo terminó cuando el hombre de negro cerró la tapa. Así, como se termina casi todo, cada vez que cerramos la tapa, o damos vuelta la página, o simplemente dejamos de estar en un momento, en un lugar. Porque simplemente dejamos de estar. Tan simple como que el cable, en tu memoria, sigue colgando allí, dando una y otra descarga en el destino de Néstor. Y eso es, tal vez, lo único que no tenía que ser así, porque te contaron (y vos ya lo sabías) que Néstor era un buen tipo, y porque ya no hubo más vueltas en Fiat 600. Ni aire ni sol pegándote contra los ojos. O sí. Y tal vez, para siempre.

4

De Néstor ya no recordás nada más que lo que recordás, que es poco, pero también es mucho, porque en definitiva es todo lo que recordás de él. Y esta foto 4×4 que tía Otilia le dio a mamá y mamá te dio a vos para que no te olvides nunca de tu padrino ni de su bigote a lo Freddie Mercury, ni de esa sonrisa como punto final de vaya uno a saber cuántas historias maravillosas contadas al viento que se colaba por la ventanilla en un día soleado (durante tanto tiempo la llevaste en la billetera, como si se tratara de una sucursal del corazón. Ahí cabía también -y cabe- el dólar que te regaló papá y el «guardalo porque trae más»). Y el tío Florencio con esos ojos claros tan claramente tristes, como cuando se pone la mirada en el horizonte de un infinito inalcanzable. Como cuando se pone la mirada en un imposible, en algo que ni siquiera se ve. Y es que aunque queramos, no todo vuelve. Y Ani. Ani que desde entonces es mucho más que Ani, porque es Ani y es Néstor al mismo tiempo.

5

¿Cuánto tiempo pasa para que un recuerdo deje de ser un recuerdo? ¿Cuánto para que lo siga siendo? Difícil saberlo. Tanto como poder saber cómo sería hoy, justamente hoy, un abrazo de Néstor. Hoy que tu reloj biológico marca 40 y Ani te mando un saludo por Face; y un abrazo en nombre de tu padrino. ¿Será, entonces, que como creíste siempre sigue dando vueltas y vueltas y vueltas en aquel Fiat 600 y Ani también puede verlo? ¿Será que aún quedan caramelos en la bolsa y vaya uno a saber cuántas historias maravillosas que contarle a un niño al que el viento y el sol le pegan en los ojos? ¿Será que nunca se terminó de cerrar la ventanilla (ni la tapa), aún cuando el día soleado se tornó intensamente gris y llovió y llovió y llovió? ¿Será que las calles siguen siendo, allá, tan anchas y que sigue sin hacer falta mirar a ambos lados para cruzar y salir corriendo disparados hasta la plaza, justo en frente?

6

El tren, sabemos, ya no va a pasar, pero el murmullo de los viajeros en los andenes de la vieja estación sigue siendo un eco que divaga entre valijas, holas y adioses. Así llegaron nuestros bisabuelos. Así se fueron los que ya no están. Los que simplemente dejaron de estar. Alguien, sin embargo, agita aún un pañuelo contra una lágrima que no va a terminar de escurrirse. Ocurre siempre que llueve y el cristal dibuja recuerdos entre gotas que buscan, inevitablemente, su destino de caída hacia la nada. O hacia el olvido, que es casi lo mismo. Este recuerdo.

7

El tiempo siempre pasa. Los recuerdos, sin embargo, algunos recuerdos, quedan. Y también Any y el abrazo en nombre de tu padrino para estos 40. Ese abrazo que se quedó allí, dando vueltas por el bulevar, derrapando como un bólido de fuego las calles anchas. Y los caramelos; esos sí que no se acaban. Porque siempre queda un caramelo más en la bolsa. Y tienen sabor a memoria. Y a tierra mojada. A humedad surcándote los poros.

8

Sí. Así es la vida. Inexplicable como que los recuerdos que quedan en el tintero caprichoso de las neuronas le escapen al diluirse de una memoria frágil de un niño de apenas 4 o 5 años. Y es que la  vida no va hacia adelante. Aunque parezca lo contrario, siempre está yendo hacia atrás. Hasta nacerte. O aún más: hasta desmemoriarte. O, quizás, mejor: hasta recordarte que, en definitiva, nunca vas a ser mucho más que un puñado de recuerdos dando vueltas en un Fiat 600. Y el sol y el aire pegándote contra los ojos.

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