¿Por qué escribís poemas?, Pedro Centeno
La poesía está ahí, tan cerca, tan al alcance de la mano. A veces, a diferencia de lo que las élites suponen, se sienta en un bar a tomar una cerveza. Otras, suda en la camisa de un obrero bajo el ardiente sol de mediodía. Y otras, se cuela en el humo del tabaco, dibujando extrañas figuras en el aire.
El poeta también está ahí. Presente. Latente. Próximo. Presto a dar ese paso, ese salto al vacío que lo extirpe del vacío y lo ubique en su rol de observador de la realidad circundante que es mucho más que esa realidad circundante que se ve a simple vista.
¿Pero qué ocurre cuando el poeta se va de viaje? ¿Qué ocurre cuando el poeta, ese poeta de la cotidiana urbanidad, ya no está para hacernos ver las cosas que, de otra manera, no podríamos ver? ¿Qué ocurre cuando ya sin poeta, nos quedamos también sin respuestas? Y mucho más delicado aún, ¿qué ocurre cuando ya sin poeta nos quedamos sin esas palabras que sólo ese poeta podía pronunciar?
Nos invade, en primer lugar, una inédita sensación de profunda orfandad. Y luego, una voluntaria peregrinación hacia el seguir buscando entre las páginas de un libro las señales previas a lo póstumo, como si fuera posible hallarle una explicación a tanta repentina ausencia.
En su último poemario Pedro Centeno nos dejó una pregunta casi como una sentencia vital: ¿Por qué escribís poemas? (Serie Poesía de ediciones la yunta, 2018). Y nos dejó, también, algunas miguitas de pan en el camino a modo de sendero para seguir en la búsqueda, tal vez, de la luz al final del túnel.
En la búsqueda, tal vez, de un poco de claridad para esa inclaudicable tarea para la que, en la mayoría de las ocasiones, no hay una explicación medianamente sensata. Y aquí vale preguntarse también, ¿de qué nos sirve la sensatez si no hay poeta, si no hay poesía para quebrantarla? Puede que, tal como lo sugiere Centeno, baste con efectuar las correspondientes consultas al centro de atención al cliente (sin cargo), o con pararse en las esquinas por donde nadie (él tampoco) pasa, o con saber que afuera nadie te espera pero que adentro (en su adentro) todo es un caos; o quizás alcance con que un taxista golpee una bocina áspera e insomne, con que dos prostitutas atraviesen la plaza, con que tres adolescentes inhalen pegamento, o con que un policía mezcle alcohol con pastillas.
Después de todo la poesía está ahí, tan cerca, tan al alcance de la mano. Y tan al alcance de los puntos suspensivos que quedan flotando después del paso fugaz pero determinante de la muerte y su valija repleta de cómos y de porqués con la que ahora cargamos.
Y también de poesías y de poetas que, como Centeno (muy recientemente), emprendieron ese último recorrido por las calles de una ciudad que ahora apaga sus luces y se entrega a lo tenue, a lo débil de la existencia, a la espera de un hombro que empiece temprano a desatar este nudo en la garganta que nos queda.
Digo / que me quedaré / aquí / en esta habitación que / me provee / sin condiciones / la poesía, afirma Centeno desde sus últimas proclamas, desde sus últimas estadías en estos pagos terrenales, sabiendo mejor que nadie de que sin dudas / poema / te extraño en todo. Sabiendo, mejor que nadie, que la poesía lo extrañará igual. Que la poesía ya lo extraña.
ME VOY DE VIAJE
llevo: los poemas que / escribí / para mi madre / una guitarra que / me regaló / un viejo amigo / tabaco y / dos botellas / con vino / tinto / no llevo: / hijos / sexo / abrigo / quedan: / mi ficción / mi timidez / mi hablar tartamudeante / mis creencias / mi sensibilidad / mi insanía / mi correo electrónico / mi bronca / por la explotación obrera / mi ciclomotor despintado / mis no-disculpas / por tanta injuria / tanta soberbia / por tanta envidia. / Amo la lluvia / la desearía siempre / sobre mi cara.
(La presente reseña fue publicada en el suplemento 1591 Cultura + Espectáculos del diario NUEVA RIOJA)