Una reseña para el libro «Umbrales de fuego», del escritor riojano Ramón Guerrero.
El verdadero valor de las cosas no siempre se hace evidente. Esa premisa, lanzada al viento por el escritor Antoine de Saint-Exupéry en su libro «El Principito», nos ha acompañado a lo largo de la memoria como una especie de supuesto irrefutable, asociado a su vez a un anhelo superador de toda instancia de superficialidad a la que solemos ser muy afectos los seres humanos, enredados siempre en una carrera sin tregua contra el tiempo y sus circunstancias, la mayoría de las veces y en ambos casos, imposibles de discernir, mucho menos de controlar.
Sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos, afirma ese entrañable personaje concebido por el aviador francés que ha marcado a generaciones a partir de múltiples e inobjetables enseñanzas. Y es cierto, ¿cuántas cosas se nos pasan por alto porque sólo le brindamos importancia a lo que vemos? ¿Cuántas cosas se nos escapan por tan sólo ver con los ojos, en lugar de ver con el corazón? Esos interrogantes nos vienen persiguiendo desde siempre, o al menos desde que tomamos consciencia de nuestra existencia y nos sumergimos en el mundo del uso de la razón, de lo real, de lo palpable, de lo concreto, del ver para creer, para dejar atrás el universo de lo sustancial, de lo primordial, de lo verdaderamente trascendente. Perdemos, en algún punto y casi sin percatarnos de ello, el rumbo hacia lo realmente vital.
Sin embargo, hay cada tanto un golpe de sustancia que nos rescata, que nos salva, que nos vuelve hacia lo profundo de nosotros mismos en una especie de revelación iniciática que, a su vez, nos transporta en un viaje sin escalas hacia la raíz del ser, mucho más poderosa, resistente y duradera que la del simplemente estar en que solemos reposarnos cómodamente. Hay cada tanto un golpe que, paradójicamente, es también caricia abundante. Tal es la fuerza de la palabra, cuando dice desde un lugar que es, al mismo tiempo, fundacional.
A ese espacio, precisamente, es al que nos lleva nuevamente el poeta (nuestro yaindispensable poeta) Ramón Guerrero. Tal como lo viene haciendo en sus anteriores poemarios se ubica(con notable sentido de la orientación) del lado de lo fundamental para otorgar luego en desmedida entrega, muy propia de su persona por otra parte, un testimonio irrefutable de esencialidad.
Conocedor absoluto de la geografía de lo vital, nos trae en su poesía la anunciación de los orígenes, de nuestros orígenes, como Umbrales de fuego; esa parte inicial o primera de un proceso o actividad en la que se afianzan los cimientos sobre los que debería construirse la existencia de la humanidad.
Estoy en el inicio de los vientos, afirma Guerrero. Y desde esa instancia y esa declaración de principios nos llegan las señales de la intensidad en la que nos sumergiremos a través de las páginas de este, su último libro, y que, por otra parte, también lo caracteriza. Y es que no hay una sola palabra en la escritura de Ramón que no sea indispensable en la construcción del sentido, esa «anunciación del fuego» a la que hace referencia como «indómito depurador de la sustancia». De allí, vale decirlo, lo primordial de su escritura. Y también de su oficio: el de darnos a conocer su piel para explicarnos la nuestra.
Hay un claro designio en la escritura de Guerrero; una determinación insoslayable que, como tal, asume. Se sabe culpable de poemas, pero es conocedor también de que la condena que le cabrá por esa falta, será su expiación eterna. Dirá entonces, una y otra vez, para decirnos. Y más aún: dirá entonces, una y otra vez, para mostrarnos, para que podamos ver eso que es invisible a nuestros ojos, aunque –claramente- no a los suyos.
Al traslucir de las palabras -como llamas que abrazan- de Umbrales del fuego, Guerrero va trazando un recorrido entre líneas que discurren a través de una mirada, de una visión que va construyendo ese universo en el que se reconoce aún muy dentro suyo, pero con la extraordinaria e ilimitada capacidad de abrir sus venas poéticas hacia una integridad que nos abarca y nos libera, mucho más aún en estos tiempos de encierros. Quiero la plenitud solar abrazando mi nombre,reafirma. Y a partir de ese anhelo nos abraza para comenzar a sembrar los días venideros, en los que el compartir vuelva a ser parte de la normalidad y no de una pasajera excepción a la que asistamos con el asombro y el temor de que ya nada vuelva a ser como antes, de que ya nada vuelva a ser lo mismo.
Claro que, el poeta lo sabe mejor que nadie: hay, en realidad, mucho más que eso. Porque para llegar a esa instancia en la que se conmueve y nos moviliza frente a lo inédito, a lo insólito, el poeta ha de mostrarnos antes que hay otro recorrido posible. Y que no sólo es posible, sino que también es cercano. Y he aquí, precisamente, lo fundamental de la poesía de Ramón Guerrero: nace en el palpitar de cuatro muros porque no necesita mucho más que dejarla ser para que vea la luz; para desnudar, en definitiva, el alma. La suya. La de todos. Hacerla visible en cada línea, en cada gesto de su pulso sostenido, dibujando imágenes, figuras, paisajes, pareceres y sentires sobre el papel en blanco.
El escritor, absolutamente consciente de su indispensable tarea, nos invita a desandar entonces el sendero de lo pequeño, de lo (para nosotros) aparentemente insignificante, de lo que a simple vista no vemos para que tal vez así, despojados ya de las ataduras de lo ilusorio, desprovistos de las vestiduras de lo nimio, volvamos a creer -como él- en que hay batallas que aún no están perdidas y que vale la pena darlas, tomando del cardón el ejemplo de la digna resistencia frente a los embates de los aduladores de lo inmediato, de lo perecedero, de lo efímero, de lo que queda fuera de nuestro cuerpo como sostén de la esencia del hombre.
No hay, en esto, espacio para concesiones. Ramón Guerrero, se sabe, es eso: un combatiente, un soldado de la palabra con sentido; un aguerrido e inclaudicable batallador de la belleza dicha y escrita, perpetuada en las raíces de lo que somos, anudada al origen de una naturaleza a la que asistimos y que nos provee el sustancial alimento en el aire que respiramos y en el suelo que nos envuelve. Guerrero es el ferviente dueño de ese fuego que purifica;pero es también el abastecedor del agua en manantiales de frescura que alivia el ardor seco y solitario de la greda, con la que se funde hasta el polvo de sus huesos.
Y es que la poesía de Guerrero es inherente a su riojanidad, y viceversa, circunstancia que, sin embargo, no hace mellaen la universalidad de su decir que atraviesa de lado a lado y en cada uno de los puntos cardinales todo lo que cabe entre la vida, la muerte ysusinstancias intermedias y la hace, necesariamente, una poética inmanente a nosotros. Pero no solo eso. La poesía de Ramón es también luminosidad que lejos de enceguecer, alumbra. Y en Umbrales de fuegopone enevidencia una vez más, en perfecta consonancia con ese oficio deescultor de la palabra al que asiste como un noble y fiel servidor, que lo esencial noes –ni debe serlo- invisible a los ojos,sino que perfectamente puede vislumbrarse entre los versos de su generosa ofrenda.
EL AUTOR
RAMÓN GUERRERO Autodidacta riojano, Ramón Guerrero publicó los siguientes libros: Octubre y Nada (Poesía y cuentos breves); Vigías del Páramo (Poesía); Detrás de aquella tarde (Cuentos); Pájaros en tus sombras (Poesía); Entre el Génesis y el Verbo (Poesía). Ganó diversos premios regionales, provinciales, nacionales e internacionales y participó de las siguientes antologías nacionales: Elegidos 2005-2006 Editorial Aries (Buenos Aires); Unidos por las letras 2007 Imprenta Corintios 13 (Córdoba); Puente de Palabras IV Ciclo de Poetas y Narradores de Rosario; Antología Federal de Poesía -Región Noroeste- del Consejo Federal de Inversiones (CFI) 2017.
(La presente reseña fue publicada en el suplemento 1591 Cultura+Espectáculos de diario NUEVA RIOJA)