Difícilmente una distinción -o muchas distinciones- alcancen para dar dimensión real al trabajo que una persona puede desarrollar (y desarrolla, efectivamente) desde el interior profundo hacia el traspasar las fronteras, desplegando las alas danzantes que se convierten en gestos de permanente contención.
Difícilmente una distinción -o muchas distinciones- basten para agradecer tanta entrega despojada de egos o búsquedas individuales, que logra hacer de un pequeño lugar en la amplia geografía riojana, un espacio multiplicador de búsquedas artísticas que termina por modificar al territorio todo.
Difícilmente una distinción -o muchas distinciones- sean suficientes. Pero cuando llegan, vale decirlo, reconfortan. No sólo a quien merecidamente la recibe, sino también a todos los que, en los diferentes momentos de la línea cronológica de la historia que los atraviesa, fueron tocados por la varita mágica de esa transformación que lleva un nombre y una figura.
Fue el pasado 22 de mayo cuando la Secretaría de Cultura de la Nación, junto al Consejo Federal de Cultura, reconoció a la profesora Virginia Hansen como representante del proyecto social del Centro de Animación Socio Cultural del departamento Castro Barros que dirige desde el año 1992. Hansen recibió esa distinción (de mano del secretario de Cultura de La Rioja, Víctor Robledo) por su obra y por ese invalorable aporte que resalta a la cultura de La Rioja profunda, en pueblos rurales.
La localidad en cuestión es Los Molinos, pero la labor que Virginia lleva adelante allí desde hace tantos años, supo trascender fronteras para convertirse en un verdadero ejemplo de gestión cultural que deja atrás todas las limitaciones y obstáculos propios de aquellos lugares que están mucho más cerca del abandono o del olvido, que de los aplausos que llegan tras la ofrenda de los artistas sobre un escenario.
Así de fundamental es la tarea de esta mujer que es, además, dedicación pura para su gente; esa gente a la que logró exponer un mundo diferente, extendiendo la mirada hacia un sueño utópico, pero que sigue conmoviendo al suelo de Los Molinos como el repicar de un temblor de despliegues coreográficos que dibujan realidades tangibles, palpables y crecientes.
Abriendo de par en par su vuelo intangible desde la danza, Hansen fue concibiendo en su pequeño terruño (luego de haber dejado atrás la gran ciudad y todas las posibilidades que ello le ofrecía) un mecanismo de retroalimentación permanente que con el tiempo lograría extraer del más acuciante de los desiertos, oasis de nuevas alternativas de crecimiento que se sostienen, a su vez, sobre un devenir que no se ciñe a ningún condicionamiento.
Y es que así como Hansen es capaz de abrir las puertas de su casa, con una actitud tan generosa como protectora (propia de una madre de más de mil hijos), también lo es de abrir para sus cercanos las puertas de nuevos horizontes de desarrollo personal. Otra instancia de existencia, muy superadora.
Para quienes hemos tenido la fortuna de atravesar el verde césped de su jardín perfumado de rosas y compartir una mesa con entrañables amigos y entre palabras, no resulta para nada complejo poder arribar a la conclusión que -tal como lo apunté en alguna otra ocasión- entre Virginia Hansen y Los Molinos se produjo un alineamiento mágico de planetas que se tradujo, casi de inmediato, en la intensidad de un trabajo a partir del cual comenzó a moldearse un tiempo distinto, de renacimientos; un proceso fundacional que dio rienda suelta al poder hacer lo que esa mujer más amaba: danzar y hacer que los otros dancen.
Sin embargo, esa danza produjo, al mismo tiempo, una reproducción ilimitada de otras expresiones artísticas que fueron surgiendo a partir de necesidades y demandas que encontraron en Virginia a todas las respuestas para cada uno de los interrogantes y, particularmente, respecto a los “qué” (hacer), pero aún más en relación a los “cómo” (hacerlo), a los que trocó siempre por un “todo se puede”; por una parición constante de esperanzas que revolotearon y revolotean aún como mariposas, bajo un cielo pleno de su contagiosa y solidaria energía.
Bienvenido sea entonces ese reconocimiento que la ubica en un sitial que, por derecho propio, le pertenece, y aún cuando difícilmente una distinción -o muchas distinciones- sea suficiente para ubicar en tiempo y espacio (por lo trascendental de la misma) a la tarea que Virginia Hansen puso en marcha un día (allá a lo lejos y hace tiempo en Los Molinos) para ya no detenerse.
Bienvenido sea entonces ese aplauso que es, apenas, una pizca de devolución a tanto amor y a tanta entrega, a esa mirada contemplativa y profunda que busca alcanzar en lo cotidiano una visión de lo perdurable, de lo eterno que vive en el arte.
Bienvenido sea, en definitiva, el abrazo a Virginia Hansen. Ese abrazo que no es más -ni menos- que el fuego encendido de esa mujer que es la cultura.