La temprana muerte de Gerardo Rozín causó un profundo pesar que rápidamente se hizo palpable en las redes sociales, tal como ocurre en estos tiempos de exacerbada virtualidad, donde casi todo llega y pasa como un rayo. Fue, a todas luces y por las evidentes repercusiones, un duro golpe. Toda muerte lo es, claro. Pero mucho más cuando va acompañada de esa sensación tan particular de saber que con ella, siempre inevitable, se nos escapa una porción de algo que percibimos como cercano, aún en la distancia que supone una pantalla.
No pasa muy a menudo en el ámbito televisivo que un personaje encarne, represente, y se perciba completamente sustanciado con ciertos valores muy ligados con otras épocas, con otros tiempos a los que reivindicó y que nos invitan a anclar en un espacio que, día tras día, vamos perdiendo: el del encuentro. Con la familia, con los amigos, con los conocidos.
Lo de Rozín no fue solo generar un espacio en el que supo recuperar la música en vivo y brindar aire, con amplia generosidad, a artistas de diferentes calibres, sino también dar vida a un formato que, con el correr del tiempo, se transformó en una indiscutida plataforma cultural. Pero, incluso, en mucho más que eso.
«La peña de morfi» -su último programa-abrió el juego a las buenas historias, esas que conmueven, narradas en primera persona, por sus protagonistas, indagados por esa sagacidad que le era característica y que podía llevar al entrevistado de un extremo al otro de sus emociones, para culminar siempre con una sonrisa, una humorada cómplice, tan necesaria, especialmente en estos tiempos de pospandemia y guerra.
Quienes lo conocieron afirman que de niño era un lector voraz (lo que no es poca cosa, en si mismo) y que ese amor por la literatura lo llevó a crear un ciclo que dio horario central a los escritores que admiraba. Después vendrían los sucesos de «Gracias por venir» y su ciclo más reciente en Telefe, donde pudo expresar, transmitir y contagiar su amor por la música y la lealtad y respeto hacia sus creadores. Mientras pudo estuvo eligiendo y presentando «Las canciones más lindas del mundo». Sabía, al igual que muchos de nosotros, que una vida sin melodías es lo más parecido a un desierto. Y para desiertos, ya tenemos más que suficientes muestras.
Él mismo intentó definir su búsqueda: «Para lo que es la industria tengo un ciclo muy afortunado. Hace 10 años empezamos a hacer una televisión más artesanal que lo que el medio pide y logré salir por otro lado produciendo cosas a partir de géneros televisivos que por ahí estaban en desuso y los repusimos a nuestra manera». Esa manera, justamente, es la que se erige hoy como su mayor legado -alejándolo incluso de aquel primer éxito mediático junto a Nicolás Repetto que, sin embargo, no nubló su buen juicio- y lo convierte en una especie de héroe en este lío de lo abrumador, en un medio que se devora todo lo que le pase cerca y no sea garantía de rating, tan inmediato como superfluo.
Una pausa en la semana. Un espacio para escaparle a la grieta. Un lugar para la reflexión. Invitados interesantes (cantantes de todos los géneros pasaron por su programa: De Serrat a Sandra Mihanovich, de Carlos Vives a Luciano Pereyra). Un puñado de buenas canciones. Calidez y eficacia. Buen ánimo, diálogo y empatía.
Gerardo Rozín, que se definía como rosarino, judío, de Central, periodista y productor, en todos los casos se despide de manera muy anticipada y como nadie, creo, querría despedirse: con tanto todavía por entregar y con la energía creativa para diseñar proyectos novedosos. Pero quizá lo que más entristece es caer en la cuenta -en el impacto de lo repentino- que quien se va era uno de esos tipos que no abundan: por su inteligencia, por sus modos, por su búsqueda, por su propuesta, por el merecido cariño y fidelidad que el público le profesaba.
Fito Páez, uno de los que supo pasar por «La peña de morfi», expresó en su cuenta de Instagram: «Gerardo fue un hombre cálido, tierno e inteligente. Emperrado con ponerle música en vivo a un país que la necesitaba… También divulgó literatura a través de su programa en C5N donde interpeló a algunos y algunas dinosaurixs de la materia con desenfado y erudición de bolsillo». Y agregó: «Fue un gran amigo de sus amigos y amado en el medio, donde se movió como pez en el agua, por su buena leche y gran carisma. Obsesivo en su trabajo, se convirtió en uno de los favoritos del gran público por su entrega y pasión. Fue un hombre fuerte de la cultura y el entretenimiento de su tiempo».
Todas y cada una de estas características a las que hace alusión uno de los referentes ineludibles de nuestra música deberían interpelarnos. Puede que Rozín, con su andar bonachón, haya encarnado en su persona, en definitiva, mucho de lo que carecemos, tanto a nivel individual como social. Puede además, casi con irrefutable seguridad, que estemos perdiendo también esa porción de alegría en la mesa compartida de los domingos. Y esto, irremediablemente, no puede dejar de sentise como una derrota.
(La presente nota fue publicada en el diario NUEVA RIOJA)