Hay, muy probablemente, un poco de cada parte de la conformación interna del autor (escritura, actuación y dirección teatral) en las páginas de este libro que, al final de cuentas, resulta esclarecedor entre tanta pretendida oscuridad, a partir de una mirada que puede afincarse en lo “extranjero”, pero que ancla la sagacidad de sus retinas en el polvaredal que deja el zonda que todo lo cubre, que todo lo tapa, a excepción de la vergüenza, la pobreza intelectual irreparable y ese dejo tan particular de los habitantes de una tierra que se retuerce sobre el escarnio de sus propias mugres barridas bajo la alfombra.
Crudeza, inclemencia, severidad, son algunas de las palabras que bien podrían definir la manera en que Betancourt se resuelve a contar, a narrar historias de personajes que a simple vista pueden resultar ajenos, diferentes, pero que en suma no son más que figuras endebles, vulnerables, débiles frente a los designios del tiempo y su insistencia en lo permanente, en lo que no se modifica, en lo que queda oculto debajo de la tierra, aun cuando los frutos persistan en dejarse ver, en que todos los observemos para darnos cuenta de que hay algo más, algo que subyace y sigue encarroñando, corrompiendo, ulcerando a esa humanidad frágil en la que preferimos ocultarnos, con la muerte -violenta, muchas veces- como único chivo expiatorio de nuestras culpas compartidas.
Todos sabemos, pero al mismo tiempo todos callamos. Y a todo termina por taparlo el viento, a excepción de la vergüenza, la pobreza intelectual irreparable y ese dejo tan particular de los habitantes de una tierra que se retuerce sobre el escarnio de sus propias mugres barridas bajo la alfombra.
Todo subyace, en definitiva. Todo permanece tan intacto como irreparable. Incluso la fe se arrodilla frente a quienes hacen de la fe la procesión de un comercio multitudinario que viste, adorna y pasea vírgenes por las calles de la ciudad, al mismo tiempo que las profana, que las viola, las desintegra y las invisibiliza como tales. Mujeres-niñas, niñas-mujeres que pierden hasta las ganas de respirar ante lo inconcebible a lo que son sometidas.
Muy bien lo grafica en sus palabras Salvador Marinaro, en el preludio de la obra de Betancourt: “En estas ‘61 postales sobre el viento’, los personajes conviven en un universo inestable, que desaparece ante las nuevas formas de ser pareja, de vincularse, o incluso, hasta de hablar. Son el recuerdo volátil de algo que dejó de ser o parece desdibujarse ante los temblores que sacuden el valle.
Hay quienes ven la Virgen en los brazos de un amante, quienes esperan un milagro en la copa de un árbol, quienes buscan al ladrón del corazón inmaculado de un santo, quienes esperan la revolución a la hora de la siesta. El narrador se va disolviendo ante los sucesos que se superponen, como si fuera la voz del viento”. Y va, Marinaro, un poco más allá: “Uno de los habitantes de este pueblo imaginado pregunta: ‘¿Por qué un milagro en Catamarca tan lejos de Jerusalén?’, y su duda resuena a lo largo de las páginas del libro. Da la sensación de que la búsqueda del milagro es su propio germen: la necesidad de que algo interrumpa la calma y genere una digresión. Por eso, este libro, a mitad de camino entre la novela y el teatro, recuerda que más que el hecho portentoso, lo que importa es la puesta en escena”. Sí, es un hecho. Un árbol que crece justo en frente a la Catedral (sin importar de dónde sea, porque esa catedral podría ser todas las catedrales) puede ser un milagro. El propio germen de la búsqueda de ese milagro que sólo puede ser explicado por la necesidad inherente de que algo asombroso interrumpa la calma y se genere una digresión. Que algo sacuda la pausa. El propio germen de lo que todos sabemos pero que todos, al mismo tiempo, callamos; eso que se ha vuelto un naranjo en flor, con sus frutos explotando como verdades puestas a la luz, verdades tan grandes como ese elefante blanco (el famoso estadio del Bicentenario abandonado a su suerte) construido sobre arenas movedizas y que hay que dinamitar, igual que se pretende dinamitar la vergüenza, la pobreza intelectual irreparable y ese dejo tan particular de los habitantes de una tierra que se retuerce en el escarnio de sus propias mugres barridas bajo la alfombra.
Pero, en síntesis, parece ser que ni siquiera los milagros alcanzan para quitar ese velo. Pero, en síntesis, parece ser que ni siquiera los milagros alcanzan a escaparle a la podredumbre. Y antes que todo cambie, antes de que se interrumpa la calma y se genere una digresión, todo vuelve al lugar en el que estaba, al silencio que entumece, a la muerte -violenta, muchas veces- como único chivo expiatorio de nuestras culpas compartidas. O a seguir viviendo, simplemente, tapados por la tierra que deja el viento, en 61 postales, a su paso. En síntesis, parece ser, como si nada hubiera ocurrido.
PERFUME DE AZAHARES
Las puertas de la Catedral amanecieron tapadas por un gigantesco naranjo. Parecía una publicidad: los azahares navegaban por la plaza y se Quedaban prendidos como mariposas en los cuerpos que a esa hora buscaban el ritmo del día. Comenzaba septiembre. La ciudad volvía a hallar su perfume de misa y cumpleaños de domingos, de patios entregados a las formas del viento donde se ponen a secar las palabras que siguen llenando el ruego milenario de los Andes.
La escalinata de la entrada comenzó a ceder por la presión de las raíces y en las columnas macizas aparecieron las primeras grietas. Aún no se sabía la magnitud, pero ya no había dudas de que era un asunto cercano a un milagro: un temblor que no había venido de las entrañas de este valle, como sucedía a menudo, sino de un naranjo en flor.
Monseñor Urbano había querido entrar por la puerta del fondo, pero otro naranjo la había sellado; buscó una tercera puerta y chocó con otro paredón de flores blancas suficientes para coronar la cabeza de todas las vírgenes de San Fernando del Valle de Catamarca. Se arremangó la sotana, gesto común cuando le flaqueaba la fe. Gesto que conocía bien Virgen Mamani, que miraba la escena desde la santería mientras fingía comprar una estampita de la Virgen del Valle. Es muy antigua, dijo Carola, la vendedora de sonrisa lechosa, justificando el precio.
Ella tocó con la yema de los dedos el vestido azul que se había puesto, recordó que también Él había justificado su antigüedad cuando se lo hizo poner la primera vez.
Sí, lo antiguo tiene mucho prestigio en este valle, reconoció la vendedora, No hay acceso a la catedral, agregó, como quien da un parte meteorológico. La Virgen del Valle ha quedado aislada. ¿O será la Morenísima quien ha dispuesto el milagro de los naranjos? ¡Virgen Santísima!
Hasta la santería llegaron las oraciones de una procesión autoconvocada. Monseñor Urbano pidió paciencia, cortar los arbustos sería una decisión precipitada cuando nadie sabía quién había puesto sus semillas: la mismísima Madre del Valle podría haber concebido la asunción de los azahares.
SOBRE EL AUTOR
IDANGEL BETANCOURT (CUBA, 1973) ESCRITOR, DIRECTOR Y ACTOR DE TEATRO. VIVE EN ARGENTINA DESDE 2002. ES EDITOR DE LOS PORTALES DE PÁGINA/12 CATAMARCA Y LA RIOJA/12. EN POESÍA HA PUBLICADO “SI UN DÍA ME VISITAS” (5 SENTIDOS, NOA, 2014), “MIENTRAS TODOS TRABAJAN” (EL SURI PORFIADO, 2015) Y “EJERCICIOS PARA DOMESTICAR EL TIEMPO (5 SENTIDOS NOA, 2023). EN TEATRO “LA NIÑA DE LAS REDES” (ED. ÁCANA, 2001) Y EN ENSAJO, JUNTO A NOELIA GANA, “EL TEATRO DE LAS CULTURAS” (FONDO EDITORIAL DE LA PROVINCIA DE SALTA, 2017).