Fascinante recorrido por la historia del gato en la ficción y en la sociedad, El tigre en la casa de Carl Van Vechten es también una colección de chismes, prejuicios y hallazgos.
Todo lo que siempre quiso saber sobre el gato, nunca se molestó en averiguar y le encantará aprender, se encuentra en el libro El tigre en la casa. Una historia cultural del gato, escrito por Carl Van Vechten en 1920 y publicado este año por primera vez en castellano.
Este autor de Iowa, más bien ignoto para el público de nuestro país, fue todo un personaje en la Nueva York de su tiempo. Novelista, ensayista, fotógrafo y mecenas de artistas negros durante el llamado “Renacimiento de Harlem”, fue además un redactor compulsivo de cartas, una prominente personalidad cultural, albacea de Gertrude Stein y, también, amante de los gatos. A ellos les consagró su séptimo libro, con doble dedicatoria: a la escritora y sufragista Edna Kenton, y a su gata Feathers, una cría cuando Van Vechten comenzó el proyecto y una inminente madre cuando lo terminó. “Mientras he estado escribiendo, Feathers ha experimentado la dentición, el amor y ahora pronto la maternidad”, observó. “Me hace sentir muy pequeño, muy poco importante. Lo que yo he hecho en catorce meses es casi nada comparado con lo que ella ha hecho”.
Organizado en trece partes –posible gesto de sorna hacia quienes se espantan ante ese guarismo como se espantan ante los felinos negros–, El tigre en la casa hace un recorrido delicioso por el lugar del gato en la cultura, dejando en claro desde un principio que al gato mismo le interesa muy poco esa cultura. “No llama al humano ‘animal inferior’, aunque sin duda lo ve así”, intuye Van Vechten.
La primera parte, “Contra el prejuicio popular”, es un alegato no tanto en favor del gato como en contra de las mentes superficiales que han sido capaces de reducirlo a la antípoda del perro, o a un rosario de apelativos trillados como “traidor”, “veleidoso”, “falso” o “individualista”. “Cada gato difiere en tantas formas como sea posible de cualquier otro gato en particular”, leemos. “Sí puede decirse que son todos soberanos, y la mayoría apasionados y místicos”.
En “Sobre sus rasgos”, Van Vechten entra de lleno en el análisis de esa soberanía que, incluso en los claustros científicos, ha sido interpretada como una manifestación de imbecilidad; como si la preferencia del gato por mantenerse al margen de la acción humana se debiera a cierta incapacidad natural para hacer inferencias o a una inhabilidad nata para seguir instrucciones: “La mayoría de los académicos juzga la inteligencia de un animal por su susceptibilidad a la disciplina, es decir, por su capacidad relativa de convertirse voluntariamente en nuestro esclavo”, dispara el autor. “En este tipo de competencia, por supuesto que el perro y el caballo se llevan todos los honores. No creo que porque el gato se rehúse a aceptar el yugo se pueda probar que es un animal sin inteligencia, más bien lo contrario: es demasiado inteligente para andar haciendo trabajo pesado o bufonadas”.
Todo gato es político
Adorado por los antiguos egipcios, quemado en las hogueras de la Inquisición, ausente en los testamentos de la Biblia, talismán en el Japón, receptáculo de genios y demonios, portador de la fortuna y la desgracia, culpable hasta que se demuestre lo contrario o temido hasta la sumisión. ¿Hay sobre la faz de la tierra un animal más politizado que el gato? ¿Existe alguna otra bestia capaz de suscitar ideas y pasiones tan encontradas?
Nadie expone con demasiado entusiasmo o desprecio sus pareceres sobre los conejos o los canarios. Sobre los gatos, en cambio, todos tenemos un criterio formado. Su historia registrada, que comenzó donde lo hicieron las grandes civilizaciones, prueba que nunca pasaron desapercibidos. “Muchos animales tienen un papel preponderante en la mitología y las religiones, pero pareciera que ningún otro está tan íntimamente ligado a ritos arcanos de varias épocas” apunta Carl Van Vechten. “Reverenciado por los sacerdotes de Egipto, cercano a las brujas de la Edad Media, compañero de san Ivo y santa Gertrudis, ‘el más gentil de los místicos’, sagrado para santa Marta en Sicilia, amigo de Mahoma, símbolo del tiempo en China y veleta del clima en Escocia e Inglaterra, las silenciosas patas almohadillas del gato se pasean por el folclore y las leyendas de Europa, Asia y África, que lo consignan sea con asombro o espanto, sea con ternura o veneración”.
El papel del felino Con erudición y agudeza, Van Vechten da cuenta del rol del gato en el folclore (“En todos los idiomas son tan copiosas las alusiones al gato como las grosellas en una buena tarta de frutas”); en las leyes (“En 1818 se emitió un decreto en Ypres, Flandes, que prohibía que se arrojaran gatos desde edificios altos en un espectáculo navideño); en el teatro (“La presencia de un gato en el escenario suele alegrar a la audiencia, más allá del estado de ánimo predominante en la obra); en la música (“La verdad sea dicha, las cuerdas de violín nunca han sido de tripas de gato sino de oveja y cordero”); en el arte (“Los primeros egipcios, los chinos y otros orientales han hecho mejor arte con el gato que nadie, por la simple razón de que rara vez han intentado dibujarlo o moderarlo de manera realista”) y en la ficción, donde elogia especialmente la novela Blind Alley de W.L. George (publicada, incidentalmente, casi al mismo tiempo en que Van Vetchen escribía el ensayo que nos ocupa), porque allí y por primera vez, “el gato emerge como crítico y filósofo y como un verdadero ser superior respecto de los humanos”.
Capítulo aparte merece también la relación del gato con los poetas, y el autor eligió empezar con una alusión al hoy polémico criminólogo y médico italiano Cesare Lombroso, quien, para ejemplificar la locura que contamina a los genios, citó el caso de Charles Baudelaire y los tres poemas que eligió dedicarle a los gatos. “Pero si tres poemas bastaran para mandar al manicomio al autor de Las flores del mal, a madame Deshoulières, que escribió más de una docena, a Heinrich Heine y a Joseph Victor von Scheffel, ¡se los tendría que amarrar con camisa de fuerza y aplicarles la cura el agua!”. También, sin duda, al propio van Vechten, para quien nadie como Baudelaire comprendió en profundidad el verdadero significado del felino más pequeño.
Hacia el final, el escritor regala una nómina de literatos que han amado a los gatos, acompañada de ciertos dardos contra aquellos excéntricos que prefirieron no rodearse de ellos, como Guy de Maupassant (“no los entendía ni le agradaban”), o que en cambio los quería más que a los seres humanos, como Samuel Butler. Y elige culminar el manuscrito no con un epílogo, sino con una “Apoteosis”, en la que afirma que si los hombres y las mujeres se volvieran más felinos, la raza humana se salvaría. “Ciertamente se acabarían las guerras, porque los gatos no lucharán por un ideal colectivo, dado que no tienen fe en los ideales colectivos, aunque puede ocurrir que un único gato luche hasta la muerte por sus ideales”. Y esto, acentúa el autor, sin pisotear jamás los derechos de otro gato.
Con una excelente traducción de Andrea Palet, y preciosas ilustraciones minúsculas de Krystopher Woods, El tigre en la casa es un libro imprescindible para quienes aman a los gatos. Sin embargo, harían bien en leerlo también quienes los suelen acusar no ya de encantamientos y desgracias, pero sí de indiferencia, soberbia y las alergias que padecen. El gato es, sencillamente el gato; un ser sigiloso e insondable que “obliga a su amigo humano a aceptarlo en sus propios términos”.