¿Cuál es la distancia que separa a la inocencia de todo lo que no lo es? ¿Cómo es que esa distancia se acorta tan abruptamente? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Dice el enorme poeta argentino Roberto Juarroz: “Me falla la memoria: recuerdo demasiado. Recuerdo, por ejemplo, que no era”. La memoria se plantea siempre como un punto de partida. Incluso para aquello que no logramos recordar. Incluso cuando no logramos recordarnos. Incluso cuando no logramos recordar nuestro punto de partida. La poesía, al igual que la memoria, se aferra a eso que recordamos. También a lo que no. Se construye a partir de lo que somos, pero también a partir de lo que fuimos. Y, esencialmente, en lo que no. A partir, tal vez, de ese momento previo a que la inocencia y todo lo que no lo es acortaron abruptamente la distancia que los separaba. Un instante. Un flash. Y ese juego de tensiones que persiste en lo permanente de un ir y venir. En el encontrarse y en el esconderse. En el buscar. Siempre buscar, porque siempre hay algo que sentimos que nos falta. Un pedacito de recuerdo que se nos rompió, quizá. Una distancia que acercó demasiado todo lo que no era inocencia a la inocencia que supimos ser. ¿Pero cómo fue que esa distancia se acortó así, tan abruptamente? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Un instante. Un flash. El momento previo. La memoria. La poesía. El juego. El encontrarse. El esconderse. El buscar. Siempre buscar. Siempre andar hurgando por los rincones, por los recovecos, por los contornos, de frente a los precipicios, a las caídas, a los abismos. De frente a uno mismo, cuando no éramos. Cuando comenzábamos a construirnos a partir de una memoria virgen, limpia, pura. Cuando nada dolía. Cuando “Nos gustaba mirar caracoles / escondernos en las margaritas / desayunar con leche de vaca / nos íbamos al pozo / para navegar por la acequia / a un remoto país / eran días de juego / y noches de paz”. Allí parece anclar su punto de partida y su inocencia la poeta española Silvia Rodríguez. En su “Marabulla” (Palabrava editorial, 2021), poemario ganador del Premio Internacional de Poesía María del Villar Berruezo. Si iniciamos, aquí, con algunos interrogantes, puede que al final de la lectura esos interrogantes estén disipados por completo. Pero puede también que abramos la puerta a nuevas profundidades, que esa es, en definitiva, su arte poética.
En el transcurrir a través de las páginas que contienen la palabra de Rodríguez, uno se va soltando la mano a uno mismo para dejarse llevar hacia un terreno baldío, resbaladizo por momentos, inestable casi siempre, e inevitable al mismo tiempo. Es, la poesía de Silvia, como la vida misma expuesta de uno y otro lado. Vuelta y vuelta. En la memoria y en su ausencia como símbolo contundente de una ruptura, de una fragmentación y la desesperación posterior frente a esa ruptura, frente a esa fragmentación que nos separa del aire que respiramos, que nos asfixia y nos exhibe a esa fragilidad abrumadora de lo que alguna vez tuvimos y ahora no, y nos lleva a manotear las imágenes en las que, creemos, aún quedamos. “…ahora papá / tu eres ese pájaro de mi memoria / y yo sigo siendo aquella niña /pero tu dolor ya no cabe aquí / entre mis manos” nos dice la poeta a modo de ofrendarnos alguna pista, alguna señal, que en este caso es igual a abrirse la piel de una memoria en el cuándo y en el por qué, para arribar, finalmente, al cómo. Un instante. Un flash. La clarividencia atroz del darse cuenta de lo que ya no cabe entre las manos porque ya no cabe en ningún lado. Y tal vez, por eso, la poesía.
Pero no cualquier poesía, sino esta. La poesía de Silvia Rodríguez. Su “Marabulla”. Ese juego que transcurre entre el encontrarse y el esconderse. En el buscar. Siempre buscar porque siempre hay algo que sentimos que nos falta. También ella, la poeta que, no obstante, lejos de ocultarse, se abisma en su propia caída para entregarnos desde la maestría con que maneja la maravillosa simpleza de la palabra, su universo más íntimo, su mundo más propio, ese que de tan suyo ya no le pertenece, igual que tampoco le pertenece su inocencia, esa de cuando “no existía la pena / todo era para siempre / y el oxígeno duraba / toda la vida”.
En su decir, despojado ya de esa ingenuidad inaugural, la poeta asiste y sucumbe ante su metamorfosis, tal como la mariposa que deja detrás todo lo que supo tener de oruga verde. Experimenta entonces la felicidad del vuelo libre, pero también y en simultáneo, el espanto de lo inverosímil, de lo absurdo de estar viva, de ser a merced del tiempo que ya corre, que se afina intempestivamente hacia una meta previsible, inevitable. La cuenta regresiva para aquella memoria a la que Juarroz hacía referencia, esa que nos permite recordar que no éramos y que, si pudiéramos elegir, tal vez hubiera sido preferible así. ¿Pero quién puede elegir no ser?
El ser (al igual que su opuesto) forma parte de lo irremediable, de lo inevitable, de lo que tiene que suceder porque alguien lo decide por nosotros. Lo sabe la poeta, mejor que nadie. Por eso puede dar siempre un paso más, pegar otro salto, ubicarse en otro lugar y desde allí, desde ese espacio en el que extiende su mirada, abarcar lo inabarcable. Y aún más: expresarlo. “…alguien dijo que quizás Dios / fuese un insecto anciano y grande / pero en aquel entonces pensábamos / que sólo se nos morían las mascotas”. Vuela la poesía como la mariposa hacia el sol. Hasta quemarse. Hasta saber con certeza palpable que todo muere, incluso Dios. Y que allí, precisamente allí, anida lo irreparable: “…un día las flores serán de papel / no tendrán olor a campo / y nosotros las quemaremos”.
Un instante. Un flash. Un segundo atrás. Otro atroz. Justo antes que… Así es la poesía de Silvia Rodríguez. Golpea con la contundencia del recuerdo, de la nostalgia engrillada, inmovilizada en una imagen que se repite hasta el hartazgo, pero que ya no es igual, ya no es la misma. La instantánea que retrata la distancia exacta que separa a la inocencia de todo lo que no lo es. ¿Pero cómo es que esa distancia se acorta tan abruptamente? ¿Cuándo? ¿Por qué? Un instante. Un flash. “El tiempo en el que éramos irrepetibles”, al decir de Silvia Rodríguez. Irrepetibles e irremediables. Como el ser y su opuesto. Como lo posterior que va a venir, porque siempre va a venir lo posterior. Eso que no vamos a ser. El después que no sabremos.
Y puede que allí, en lo posterior, en eso que no vamos a ser ni sabremos, encuentre la poesía de Rodríguez la matriz vital de su existencia, más allá de su existencia misma, más allá de la existencia de la poeta. Existencia finita, por cierto, pero que se abraza a lo perpetuo de un decir que le es tan suyo como le será suya, cuando llegue, su ausencia. “…nos decían que no fuéramos / que era un peligro retar al vacío / pero volvíamos con furia / pedaleando al abismo”.
Hacia nuevas profundidades, que esa es, en definitiva, su arte poética. Una provocación. La incitación a dar un paso más, aun cuando sea ineludible la caída en el darnos cuenta que no somos indestructibles, sino más bien todo lo contrario: nos estamos rompiendo todo el tiempo. Y entonces “…tendríamos que buscar la felicidad / en las fotografías de una caja vieja”. Pero ya no sería la misma felicidad, ni bastaría para comprender por qué las cosas eran así, de esa manera. Mucho menos para recobrar aquella inocencia, cuando aún la distancia la separaba de todo lo que no lo era. ¿Pero cómo es que esa distancia se acorta tan abruptamente? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Un instante. Un flash. El tiempo que dura una estrella fugaz. El juego de encontrarse y de esconderse. La consciencia plena de la imperfección de la existencia “que deja el rastro amargo / de alguien que se deshace”. El recuerdo, al fin, de que no éramos. Y esto que somos en el instante previo al instante posterior, porque siempre va a venir lo posterior. Eso que no vamos a ser. El después que no sabremos. La verdad incurable: “…en el cielo están los buenos / a los que amamos / pero nadie alcanza a tocarlo / salvo cuando se nos cae encima”.
MARABULLA
La habitación está a oscuras
cada uno a su escondite
me meto en una esquina
entra marabulla sin bulla
descubre a alguien
lo reconoce y dice su nombre
le ha tocado la cara
no sé si cuando mueres
también te elige un espectro
EL PATIO
Trepan las brácteas rosadas
por el antiguo muro
portando florecillas blancas
la buganvilla se ilumina
y nos regala flores
que recuerdan a la papiroflexia
un día las flores serán de papel
no tendrán olor a campo
y nosotros las quemaremos
LA AUTORA. SILVIA RODRÍGUEZ nació en las Palmas de Gran Canaria, España, lugar donde reside. Es traductora e intérprete por la Universidad de Granada y ha publicado los libros de poesía “Rojo Caramelo”, “El ojo de Londres”, “Casa Banana”, “Shatabdi Express” y “Bloc de notas” en Canarias; “Departamento en Quito” en Madrid; “Ciudad Calima” y “Padresueño” en Granada; “Las princesas no tienen nombre” en Sevilla; “Marabulla” en Navarra (Premio Internacional de Poesía María del Villar 2018, segunda edición en Nectarina Editorial-Colección Libellus, 2021, Canarias). Está incluida en antologías como “23 Pandoras: Poesía alternativa española”. Ha intervenido en Festivales Internacionales de Poesía: Génova, La Habana, Poetas en Mayo en Vitoria-Gasteiz o en el Programa Literario de Otoño de Ginebra. Ha editado poemas en revistas como La porte des poetes, Ficciones, Turia, Piedra del molino, Mundo Hispánico, Telegráfica, 21 versos, Uj Forras, Opus, Fraktal, Trasdemar, o La salamandra ebria. Poemas suyos han sido traducidos al italiano, al húngaro y al eslovaco. Su libro “Provincia del dolor” acaba de publicarse en la Biblioteca Básica Canaria. Su libro “Marabulla” fue editado también por Palabrava editorial (2021) en la Colección Rosa de los Vientos.