Disfrazar y zurcir

Una reseña para el libro «Coser para otros», del escritor español Pedro Flores.

Leo al poeta Pedro Flores y a su libro “Coser para otros” (Palabrava 2022) mientras busco en el revés de la ausencia de algo que no sé qué es, a la espera de que ese algo que no sé qué es se haga presencia, compañía y seamos dos en lugar de este uno solo que lee, en función de esta necesidad de multiplicar las lecturas para la poesía.

Y sin embargo pienso que, dejando ya de lado esa intención siempre irresoluta, podría leerlo también al poeta español en esta soledad que soy ahora, mientras camino y pateo una bolsa de basura o una piedra, que para el caso vendría a ser lo mismo; o mientras escupo para arriba, sabiendo perfectamente que no hay que escupir para arriba (ni a la mano que te da de comer, según dicen quienes te dan de comer); o mientras desgrano el último bollo de pan, o mientras me lo devoro, cual si fuera el último bollo de pan o por si acaso; o mientras intento poner en fila, en orden, todas las veces que la abuela, mi abuela que no es la suya, la de Pedro Flores, pero que podría serlo, arremetió contra el despuntar de la madrugada, a las 5 en punto, de la primera a la última vez, cuando al fin se dio por vencida, si es que se dio por vencida al fin.

Y es que descubro y entiendo que no hay, en realidad, un manual de instrucciones para leer al poeta Pedro Flores (tal vez no lo haya para leer a ningún poeta). Y que entonces solo se trata de leerlo, como quien lee la etiqueta del shampoo en el baño, antes de la ducha. “No más lágrimas”, dice la etiqueta del shampoo. Pero no. No. Porque el problema no es lo que la etiqueta nos dice (o nos miente), sino el ardor de todas maneras inevitable cuando el shampoo entra en los ojos, cuando se clava en la retina como una aguja en el dedo ese asombro que es también asombro poético en la pluma que cose para otros.

“Al hilo de la vida” (no podría hacerse de otra manera, concluyo luego) leo al poeta Pedro Flores y escribo, mientras tanto, estas líneas, sabiendo o intuyendo al menos que podría (o debería) saber que sería mejor quedarse callado, mudo, impávido porque no hay nada que decir, nada que agregar cuando el poeta dio la puntada final de su costura para nosotros. Sólo debería uno dejarse sentir en el pinchazo. Pero cómo quedarse callado, mudo, impávido frente a la poesía de Pedro Flores si altera, perturba, molesta, estorba, inquieta, incomoda, irrita, abruma.

Golpea.

Sí. Pienso que la poesía de Pedro Flores (me/nos) golpea. Es como un pesado gancho a la mandíbula. Directo. Seco. Preciso. Pero es también y al mismo tiempo como el mordisco traicionero de Tyson en la oreja de Holyfield y todas esas moscas que imagino zumbando allí, en la sangre seca del grandote Evander, mascullando su bronca a pesar de la victoria, porque nadie recordará su victoria sino el inesperado acto de canibalismo.

El morbo en el ring de la vida.

Un golpe bajo (la poesía de Pedro Flores) que no es un golpe bajo en realidad, sino una provocación insoportable que obliga a una reacción inesperada, imprevista, brusca. A eso de lo que tanto hablan de salirse de la zona de confort para mudarnos vaya uno a saber dónde, como si supiéramos algo más que este sabernos vivos, con los ojos lagrimeando y el dedo hincado.

“La poesía llega como un fogonazo hecho de memoria y ritmo”, afirmó alguna vez (no hace tanto) Pedro Flores. Y en “Coser para otros” pone en evidencia esa convicción poética que se traduce en escenas palpables de lo cotidiano, como flashes de un rememorar en blanco y negro, al compás del golpeteo de la Singer que aparece, aquí, como símbolo de un tiempo indescifrable, pero que perdura en lo constante de un devenir que se apila como recuerdos oxidados a los que hay que aceitar (al igual que a la vieja máquina de coser), para que no crujan tanto en los oídos, o en el corazón, o en el alma. O, al menos, para que no se nos olvide.

“Y ustedes dirán dónde está la poesía”, espeta Pedro Flores, sabiéndose poseedor de la respuesta que no es respuesta, sino certeza aparente de lo improbable: “La poesía es un sapo con piel de alabastro / cuyo solo tacto trastoca el recuerdo, / una urticante orquídea tramposa, / una mosca púrpura que abreva en tu sueño. / Exprime su espina, su aguijón, su lengua, / hasta ser tú mismo ciempiés, escorpión / el prohibido rastrojo que orilla el camino. / Y que ningún cabrón poeta pueda herirte”.

Fogonazo, memoria y ritmo. Pero sin concesiones, sin contemplaciones. Y es que coser para otros no es tarea sencilla. Duele como cuando se clava la aguja, como cuando se resquebraja la espalda y por las endijas sangrantes de la piel, a media luz, entre puntadas e hilos (no hay puntada sin hilo en la poesía de Pedro Flores), se alborotan y escapan las bestias de una crudeza que no llega nunca a enternecerse, ni siquiera en la mirada del niño que agacha la cabeza buscando la sonrisa que se le cayó un día y que ya no volvió a levantar, igual que cuando “Otras lucían en las tardes de domingo / los vestidos que ella había cosido / dejándose los ojos y los recuerdos en la sombra”. Gajes del oficio, dirán algunos.

Esa figura de mujer que puede ser todas las mujeres que resisten, que persisten en lo encorbado de sus desvencijadas existencias, que perseveran en la “pura rutina” de un hacer sistemático, en el ir y venir del pedal ruidoso de la Singer, es la misma pulsión que referencia, en lo concreto, a la poesía de Pedro Flores, pero que no alcanza ya para ubicarla en ningún sitio, al tiempo que bien podría ocuparlos todos, abarcarlos desde un decir que abraza y repele al unísono. Que endulza y que espanta. Que esperanza y anuncia lo dantesco.

Esa poesía son los vestigios de una prenda remendada y ese niño que no deja de escribir en penumbras. Son los restos, los desperdicios que se asemejan a los versos que al igual que “un montón de ratones muertos” componen el “carnicero paso” del poeta que sigue el andar de sus actos fallidos en busca de la cura que no encuentra (y es que la poesía no cura nada, solo expone, en todo caso, un poco más la herida), el fiel reflejo de “otra metáfora absurda dirán ustedes, / cuando ya se ha desterrado la metáfora” frente a lo irremediable que resulta el desconsuelo del que también precisamos. Tal es así, la poética del grancanario: “Estos calcetines aún aguantarán otro zurcido. / A esta chaqueta se le ponen dos coderas. / Te arreglo este pantalón que me han dado. / Esta camisa se tiñe y como nueva. / Ríanse ustedes pero, de alguna manera, / ella me enseñó este oficio / de remendar y coser / de disfrazar y zurcir que es la poesía”.

Puede, entonces, que la poesía (la de Pedro Flores y la poesía toda) esté hecha no solo de fogonazos, memorias y ritmos, sino también de las sobras. O de las sombras, que para el caso vendría a ser lo mismo. Poesía como patear una bolsa de basura o una piedra. Como alborotar y dejar escapar a las bestias. Como escribir con manos carniceras, con la frialdad de quien sabe del trabajo, de la faena de intentar remediar lo irremediable para luego volver a estropearlo, en ese círculo vital que requiere, necesariamente, de la presencia de su opuesto hasta volverse un círculo vicioso.

Disfrazar y zurcir, como le enseñó ella en la Singer. Pero también desempolvar siempre una vez más el ancestral oficio dado a unos pocos elegidos: “Cuando me preguntan por mi oficio miento. / Digo que soy el hombre de las demoliciones, / el exterminador de pulgas, / el ropavejero, / el afilador, / el criador de pulgas. / Todos los oficios que soñé tener. / Pero he de conformarme con esto. / Con esta vieja costumbre de mentir”.

Puede que mentir, aquí, en “Coser para otros”, sea, sin embargo, la forma más contundente en que la verdad se muestra. Y puede que Pedro Flores, el poeta, aquí, le de sentido completo a ese oficio que no puede ser otro que el de dejarle al poema “todos los huesos rotos”, lo cual es directamente proporcional a romperse todo a él mismo. Y a su entorno. Y a su memoria.

Leo al poeta Pedro Flores y a su libro “Coser para otros”. Lo leo como quien se queda viendo la máquina de coser de la abuela, tratando de comprender para qué sirven los amaneceres o, incluso, un poco más aún: para qué sirve arremeter contra ellos. Lo leo como quien se deja envolver en la mecánica nostalgia, en la tristeza monocorde de la vieja Singer. Pero también como quien se deja sacudir por el golpe, por el pinchazo, por el mordisco.

No hay más instrucciones que esa para leer al poeta Pedro Flores. Entonces se trata solo de leerlo, como quien lee la etiqueta del shampoo en la bañadera, antes de la ducha. No más lágrimas. Pero no. Definitivamente no. Porque el problema no es lo que la etiqueta nos dice (o nos miente en su oficio de mentirnos), sino el ardor cuando el shampoo entra en los ojos, cuando se clava como una aguja en el dedo, ese asombro. Y ya nada puede darnos lo mismo.

“Supe alguna verdad sobre la poesía demasiado tarde, / la miré como una muchacha pobre contempla/ unos zapatos bonitos”. Demasiado tarde. Pero no tanto, tal vez, como para disfrazar y zurcir. Disfrazar y zurcir. Como le enseño ella, en la Singer, a coser poesía para otros.

EL ENCARGO

Nunca la dejaban pasar más allá de la puerta,

le daban un cesto con la ropa y una fecha.

Yo me escondía detrás de sus piernas,

y antes que aquella señora se diese la vuelta

atisbaba una casa luminosa de veras,

un niño fugaz con zapatos bonitos.

Luego ella se sentaba en la singer

y me preguntaba por qué me miraba los pies

antes de sumergirse, hasta hoy, en la sombra.

Pedro Flores

EL AUTOR. PEDRO FLORES, nació y vive en las Palmas de Gran Canaria, España. Ha publicado más de 30 libros de poesía entre los que se destacan: “Como un león de piedra en el arqueológico de Bagdad”, “Donde príncipes y bestias”, “El del hombre que bebió con Dylan Thomas y otros sonetos”, “Como pasa el aire sobre el lomo de una bestia”, “Los versos perdidos del contramaestre del arca”, “Coser para la calle”, “Diario del hombre lobo y otros poemas carnívoros (Antología de poesía amorosa)”, “Sin monedas para los ojos del héroe”, “El don de la pobreza”, “Los bufones de Dios”. En 2016 la editorial sevillana Renacimiento publicó su antología Salir Rana. Ha obtenido importantes distinciones literarias, como las de Fray Luis de León, Ciudad de las Palmas, Ciudad de Tudela, Gil de Biedma, Pedro García Cabrera o Tomás Morales. En 2017 se le concede el Premio Nacional de Poesía José Hierro. En 2019 obtiene el Premio Internacional de Poesía Flor de Jara. Poemas suyos han sido traducidos al portugués, italiano, eslovaco, húngaro, francés e inglés. Recientemente fue galardonado con el 25º Premio Internacional de Poesía Generación del 27 por ‘Los gorriones contrarrevolucionarios (y otros poemas)”.

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