Una reseñan para el libro «El hada que no invitaron» de la escritora santafesina Estela Figueroa.
La poesía de Estela Figueroa puede ser tanto una caricia como una puñalada. Abruma, por momentos, y por momentos se convierte en el regocijo de un instante quieto, de una pausa en el remanso del aire suspendido. Recrudece violentamente desde una experiencia vital, descarnada, y se refugia luego en el espacio que ocupa el revés de una emoción contenida, apretada entre las cuatro paredes de su casa, de su patio, de su mundo, de su muro, en donde crece la enamorada, hasta asfixiarlo todo.
«El hada que no invitaron» (editorial Bajo la Luna Poesía) reúne los libros de poesía que la ya mítica escritora santafesina publicó hasta la fecha: «Máscaras sueltas» (1985); «A capella» (1991) y «La forastera» (2007), junto al más reciente, «Profesión: sus labores», que permanecía inédito hasta hoy.
Pero «El hada que no invitaron» reúne mucho más que eso, a partir de una voz interior que no remite sólo al interior del territorio en el que Figueroa ancla sus temáticas, y desde donde pueden nacer las particularidades geográficas que la definen (y nos definen en nuestros propios lugares), sino también al interior que remite, en este caso, a un cotidiano que nos es propio, pero que en su decir alcanza una dimensión extraordinaria, entre el desgarro y la reparación, entre la herida y la cura milagrosa que se anuda, necesariamente, a la palabra. A su palabra.
Todo ello hace que resulte prácticamente inevitable no sentirse un poco más solo, un poco más desamparado, un poco más deshabitado de uno mismo incluso, cuando se cierra la última página de «El hada que no invitaron» y sobreviene esa especie de abismo, frente a la ausencia de lo que antes nos contenía como lectores, gracias a esa delicada capacidad de Figueroa a la hora de decirnos, tejiendo las redes de nuestros significados en aproximaciones vitales hacia lo que nos sucede.
Poner fin a cada poesía, podría decirse, es lo más parecido a despedirse de la casa de la poeta, de su patio habitado por las ausencias, las plantas y los animales. Y por algunos de sus autores: Ezra Pound, Constantino Kavafis o Emily Dickinson (sólo por citar algunos). Y un poco más aún: poner fin a cada poesía de Figueroa es poner fin a una intimidad que abraza, pero que al mismo tiempo repele; es ubicarse a uno y otro extremo de un mismo punto. Tal como ella bien lo afirma, es dejarse llevar desde el centro, entre uno y otro paréntesis:
Tracé un paréntesis en mi vida / En ese paréntesis puse mis emociones. / Como un chico que en una tarde de domingo / pasea con un globo / yo paseo con mi paréntesis / Si el hilo es fuerte / lo conservaré / Si es débil / no claro que no. / Mis emociones / me inundarán / como un río.
LA AUTORA. Nacida en 1946 en Santa Fe, ciudad donde reside, Estela Figueroa ha publicado los libros de poemas «Máscaras sueltas» (1986, traducido al italiano) y «A capella» (1991). «La forastera» fue editado en la ciudad de Córdoba, con el sello de Ediciones Recovecos y el apoyo de la Secretaría de Cultura de la provincia de Santa Fe. Figueroa trabajó en talleres literarios con menores alojados en la cárcel de Las Flores —experiencia que volcó en la revista «Sin alas»— y publicó también «El libro rojo de Tito», sobre un personaje popular de Santa Fe, y «Un libro sobre Bioy Casares», donde compiló una serie de estudios. Actualmente dirige la revista La Ventana, que publica la Dirección de Cultura de la Universidad Nacional del Litoral.