Infiernos y paraísos

Al decir del exquisito poeta Rafael Felipe Oteriño hay una última red de sentido en la escritura de Alejandro Cesario, una forma de solidaridad, desde lo mínimo hacia su dimensión trascendente. 

Desde ese lugar de observación plena y absoluta, puede que no sea necesario decir nada más en relación a «Tonada que no canta» (Ediciones la yunta, septiembre 2020), la más reciente publicación del escritor nacido en Colegiales. Sin embargo, se sabe -y el poeta lo sabe mejor que nadie- siempre hay algo más oculto entre los desvelos de una mirada inclaudicable. 

La poesía de Cesario habla de lo cotidiano puesto (y expuesto) de manifiesto en palabras de un tiempo que parece que ya no existe pero que, no obstante, persiste en un vocabulario al que con pericia quirúrgica lleva al extremo, arrincona y pone contra las cuerdas como una manera precisa y preciosa (al igual que esa gema tan difícil de hallar) de mostrar lo que no se ve en lo que sí, y de conminar al lector respecto de que la lectura puede resultar tan compleja como la vida misma, pero que buscarle -y encontrarle- la vuelta tiene que ser una práctica tan habitual como necesaria en ese camino hacia la simplificación final de la existencia del hombre.

Lo que Cesario nos muestra desde ese decir tan particular y tan propio es siempre y en cada una de las poesías que integran «Tonada que no canta» (y en cada una de sus poesías) como una postal, una fotografía, capturas de instantes que se tornan tan evidentes y palpables, en una especie de ráfaga visual de imágenes que llegan hasta el lector para iniciar pequeños viajes a través de señales que pueden anclarse en diferentes geografías de un territorio que, aunque a veces resulta desconocido, se lo siente igualmente propio, o cuando menos cercano.

De esa manera, el escritor establece un diálogo directo y estrecho con el lector para hacerlo transmigrar sin prisas, pero también sin pausas, desde el desgarro hacia la esperanza y desde la esperanza hacia el desgarro en menos de lo que canta un gallo, haciendo alusión, si se quiere, a una de esas figuras rurales a las que Cesario bien podría exponer con crudeza o con esa «terneza que anuda». 

Es así como por las páginas de este último libro de Cesario van apareciendo cual si brotaran de un haz de luz o se enterraran en el lodo, esos personajes que alumbran o duelen, que encuentran la felicidad en la orilla o que van detrás de la esperanza en una ronda más en el bar. Y los lupanares, las fábricas cerradas, el Conurbano, los barrios privados, los peones, los pescadores, la pavita de mate, los leñadores, la nochebuena, la siesta proletaria, las vírgenes, el vinito, la soledad y la desolación. Y todo, todo, sin concesiones, sin medias tintas.

Al final de cuentas, Cesario sabe que la poesía interpela por igual a Dios y a los tiranos, contradice al mandato social, se declara sumisa e impenitente. Y sabe, también, que los poetas no van al cielo. Por eso anda con palabras de esta tierra, escribiendo por igual sus infiernos y paraísos, para hacernos comprender -como dice Felipe Oteriño- que hay una última red de sentido, una forma de solidaridad, desde lo mínimo hacia su dimensión trascendente. Y que esos infiernos y esos paraísos, (pero en especial los infiernos, aunque no queramos verlos) también nos pertenecen.

EL AUTOR. Alejandro Cesario nació en Colegiales en 1967. Publicó: Esas miradas tristes – Un viaje por la Patagonia (novela – 2006); El humo de la chimenea (poemas – Ediciones del Dock – 2009); Fragor de borrascas (poemas – Ediciones del Dock – 2011); Ciervo negro (poemas – Ediciones del Dock – 2012); Estación de chapas (poemas – Ediciones del Dock – 2013); La última sombra (poemas – Ediciones la yunta – 2015), El bruto muro de la casa propia (poemas – Ediciones la yunta – 2018) y Tonada que no canta (poemas – Ediciones la yunta – 2020) con ilustraciones de Gustavo Demarchi.

(La presente reseña fue publicada en el suplemento 1591 Cultura+Espectáculos de diario NUEVA RIOJA)

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