Impresionante, en primer término, es la presencia de Sherina sobre el escenario, su estampa rodeada de un halo de vulnerabilidad que se abre paso en un Espacio 73 que luce colmado como pocas veces. Impresionante es el silencio del público frente a esa presencia que, levemente iluminada, asume antes que nada un espacio de soledad absoluta, en el que su cuerpo y su alma estarán en situación de exposición plena durante los 50 minutos que dura la obra, ante la posibilidad tangible de un abismo que no admite ningún tipo de contemplación, mucho menos excusas. Es ella y ella, lidiando con ella misma, abrazándose a ella misma. Sin más. Sin la necesidad, siquiera, de un telón que se abra para poner a los presentes en situación.
Impresionante. Sí. Esa es la palabra que, creo, alcanza a poner en contexto la atmósfera, el clima que la actriz logra con cada gesto, con cada mínimo o ampuloso movimiento, con cada quiebre de la voz, con cada quiebre de su humanidad, despuntando prodigiosamente un guion tan complejo como conmovedor, un monólogo que se convierte en diálogo con los interiores resquebrajados de una pequeña que aprendió demasiado rápido sobre la muerte, y la mujer adulta que se retuerce (literalmente) sobre sí misma, en una especie de exorcismo que deja salir desde la más profunda de las oscuridades hacia la luz fantasmas, demonios, y también redenciones frente a la angustia de una pérdida tan esencial como la de un madre -que es todo su hogar-, en la geografía inhabitada de la trascendencia que le queda, de la vida por vivir, aun y a pesar de esa ausencia imponente y violenta, aun y a pesar de lo quieto.
Sherina, arriba del escenario -pero también en lo cotidiano- lleva sobre sus hombros el peso de la pérdida irreparable que, sin embargo, se vuelve alimento en lo constante, ilusión, fantasía, teatro. Pulsión incontrolable que la sostiene con los pies en el aire, cuando parece que no hay más suelo en que pisar, sino tan solo el frenético aleteo de una abeja intentando sobrevivir frente al espanto del desgarro del alma. El frenético aleteo de una abeja que se eleva y vuelve a caer, se eleva y vuelve a caer tantas veces como sea necesario para terminar de comprender que, desde lo inesperado de la ausencia de lo que se erigía como la matriz de su cordón umbilical conectando al universo en que habita, ya no habrá un panal que la sostenga, ni abeja reina que la cobije.
Impresionante es, entonces, la manera en que la actriz y dramaturga logra revertir ese proceso irreversible -el de la muerte-, rasgar las vestiduras de un grito que desconsuela, que estremece, para ofrecer luego casi en lo inmediato, una sonrisa que descontractura el aire que respiran los espectadores, al borde de la asfixia por la sensación próxima de lo irreparable que, sin embargo, no deja de latir ante la curiosidad y la furia a las que Sherina les pone el cuerpo, ese recipiente generoso que sabe de todos los desvelos, pero que también supo aprender a transformar el insomnio en un sueño compartido, colectivo, en el que la alucinación se vuelve tangible gracias a la magistral interpretación que logra desplegar sobre un territorio que la transporta hacia otras dimensiones de su existencia, pero libando siempre de lo terrenal de su día tras día, desde el instante aquel en que el tiempo se detuvo para siempre, pero que al mismo tiempo y sin nada que poder hacer al respecto, siguió transcurriendo.
“La muerte de mi madre, mis manos de niña acariciando su piel fría, los escombros bajo mis uñas, las flores teñidas de colores para ser decorado bajo tierra, el combate con la desaparición, la elasticidad de la miel, lo molesto del amor, el calor del vientre de mi madre” vienen a ser no sólo una descripción aproximada de lo que “Abeja Reina” abarca sobre las tablas de un escenario cualquiera, sino también y al mismo tiempo los resultados de un autopsia que busca determinar no ya las circunstancias del deceso (siempre inesperado), sino sus inmediatas y posteriores consecuencias, aun latentes. Y lo impresionante de la transformación de eso que no se puede cambiar, modificar, la transformación del vacío en arte que repara, que cura, que sana. Pero que también interpela, que cuestiona, que obliga a pensar. Y más aún: que es una invitación genuina y honesta a animarse a sentir, incluso desde la incertidumbre incomprensible que causa el dolor.
Puede que no haya una única palabra que alcance para el intento de esgrimir una rápida definición para la obra “Abeja Reina – Reminiscencias Rigor Mortis (teatro autoficcional)”, en ese juego de preguntarse cuál es la primera palabra que viene a la mente después del instante posterior al último instante de la obra. Pero si hubiera una palabra, esa palabra sería: impresionante.
ILUSIÓN, TEATRO
FICHA TÉCNICA ABEJA REINA – REMINISCENCIAS RIGOR MORTIS (TEATRO AUTOFICCIONAL)
EN ESCENA: SHERINA YUBERO BUSLEIMÁN; DIRECCIÓN: MATEO GUERRERO; DRAMATURGIA: SHERINA YUBERO BUSLEIMÁN; COMPOSICIÓN Y DISEÑO SONORO: MATEO GUERRERO; VESTUARIO: CAMILA LAPALMA Y FLORENCIA AHUMADA; PRODUCCIÓN: MANTIS RELIGIOSA.