Lampalagua Ediciones nació, paradójicamente (o no), desde un punto final. Corría el año 2014, allá por el mes de abril, cuando Marcela Mercado Luna, su fundadora, decidía poner en marcha un viejo anhelo impulsado, a su vez, por un legado puntual, de esos no escritos, pero marcados a fuego. Un puñado de cuentos y la voz de su padre como designio inevitable, abrieron las puertas a un proyecto que va transitando el paso del tiempo y las vicisitudes de las circunstancias, afincándose en el ideario de la literatura riojana a fuerza de una consigna clara: alcanzar la “esfericidad” (una manera de perfección, quizás) del texto.
“Acordate de esos cuentos” le había pedido don Ricardo Mercado Luna (nada más y nada menos). Y fue a partir de allí que comenzó a sentir ese llamado a ser parte indispensable en la construcción de una editorial que cumpla las veces de una “verdadera editorial” y que trabaje como el escudo protector para esos “Cuentos Indefensos” que su padre le puso entre las manos, como un símbolo de la custodia de todos y cada uno de los trabajos literarios que nacieron (y seguirán naciendo) bajo el resguardo de Lampalagua Ediciones. El último de ellos En donde vengo, del poeta, cantautor y sommelier Carlos Paredes, un poemario finamente cuidado en su concepción y que vio la luz recientemente, en una emotiva presentación que fue abrazo en la Biblioteca Mariano Moreno.
“En el 2014 nace Lampalagua Ediciones, y surge porque mi papá tenía unos cuentos que no quería publicar en vida a los que llamó ‘Cuentos indefensos’”, comienza a narrar Marcela Mercado Luna, entre anécdotas presentes y recuerdos que fluyen. “Papá muere en 2005 y yo tenía esos cuentos que me pesaban mucho, pero también me costaba mucho ocuparme de eso. Sentía que él me había dejado un mandato. Él estaba en terapia cuando me dijo algo así como ‘acordate de esos cuentos; si me muero no quiero que eso quede en el cajón’. Luego de su partida atravesé un duelo muy largo y empecé a ver aquellos cuentos, a ver las diferentes versiones. Fue así que decidí editarlos y se me ocurrió entonces fundar Lampalagua como sello editorial. En aquel momento salió La Ciudad de los Naranjos y Cuentos indefensos”, rememora.
A partir de allí Lampalagua Ediciones comenzó a dar pasos cada vez más firmes, aferrándose a una idea que es, al mismo tiempo, una concepción de vida en Marcela Mercado Luna como editora: “la edición es cuidar el texto, tener un enfoque unificador de cosas. Aportar ese ojo crítico que permite encontrar los vicios por ignorancia de las formas que generan un ruido dentro de los textos. Lo que me apasiona es eso, la curaduría del texto. Es importante poder intercambiar algunas cosas, poder sugerir al escritor”, afirma.
Esa tarea, la de poner la mirada en la profundidad de un más allá que muchas veces no es percibido ni siquiera por el autor de un libro le sienta a la perfección, y no sólo se pone de manifiesto en Lampalagua Ediciones. Marcela tiene a su cargo también la colección La ciudad de los Naranjos de la Biblioteca Mariano Moreno, que recientemente editó una obra que, como tal, debe ser considerada fundamental dentro del el espectro de las letras riojanas: Poesía completa de Ariel Ferraro.
Ese doble desafío y apuesta la interpelan constantemente. “Tengo un compromiso muy grande con la Biblioteca. Es un trabajo muy arduo, no es fácil. Hay que dedicarle mucho tiempo, ir y volver sobre los textos”, afirma. Pero, de inmediato, agrega: “el desafío es tratar de lograr un texto sin ruidos y para eso lo que hay que hacer es leer. No puedo editar nada si no lo leo; si no sugiero alguna corrección. Esa es la manera en que trabajan las grandes editoriales. El escritor escribe, el editor es quien tiene el desafío y el trabajo que lleva y requiere de tiempo. Vos cumplís la función del cajón, solía decirme mi padre. Cuando uno tiene tiempo escribe y puede guardar y luego volver a leer. Darlo a leer a otro cumple esa función que, en realidad, correspondería al tiempo”.
Desde ese lugar, precisamente, es donde Marcela se reconoce y se asume, a partir de una formación que avala su trayectoria en el mundo de las letras y que, a su vez, le permite abrir el juego hacia otros escritores de trascendencia como Daniel Moyano o Mario Paoletti, pero sin dejar de prestar cuidadosa atención a lo que ocurre en el universo literario riojano.
“El camino de editora lo tengo marcado por mi papá. El me enseñó dos o tres cosas; las primeras pautas me las dio él y todos los textos que escribía los tenía que ver yo. Era una gran responsabilidad, pero esa responsabilidad me marcó y me gusta, aunque siento que es un oficio que no está debidamente valorado”, sostiene. En parte por eso agrega, además, que “es mejor editar a los escritores que no te presionan, que ya no están” y resalta que es “sincera con la agenda. El escritor cuando se decide a publicar es como que quiere sacar el libro rápido, lo quiere ya, pero yo voy aprendiendo mucho, ya que he tenido muy malas experiencias por apurarme. Es todo un camino de aprendizaje”.
Y si a ese camino se le suman las dificultades propias de la complicada situación económica por la que atraviesa el País, la empresa se torna aún más compleja. “Es muy difícil todo, porque las imprentas te mantienen el presupuesto por 48 horas y luego puede variar, y variar mucho. Es difícil manejarse con eso. Me inscribí en la Provincia para poder hacer libros a través de la Ley del Libro, pero también hay dificultades. Es un momento difícil. Pero es algo que lo hago con alegría y me alegra más cuando hay gente que lo valora”, sostiene.
En ese contexto en que prima la idea de que se aproximan tiempos de reconstrucción, Marcela Mercado Luna se permite soñar. “No me planteo objetivos en particular. Todo va surgiendo. Mi sueño es reeditar toda la obra de mi papá, ir publicando de a poco y continuar con el compromiso que tengo con la Biblioteca”, remarca y, a partir de allí, a partir de ese legado asumido desde el amor y la responsabilidad, deja rodar sus anhelos de poder concebir el tiempo necesario para continuar en la búsqueda de la “esfericidad”.
LAMPALAGUA, EN PRIMERA PERSONA
Edito -con el título elegido por mi padre-– estos cuentos que él siempre supo que serían póstumos, si bien seis de ellos ya habían integrado en 1985 un pequeño volumen que se tituló El arreo, librito de escaso tiraje que no tuvo gran acogida por parte del público, lo que sumado a las muchas erratas de las que lamentablemente adoleció la edición, le quitaron el entusiasmo por seguir publicando narrativa, aunque nunca dejó de cultivarla, a la par que investigaba, escribía y difundía variados textos de temas jurídicos, políticos e históricos.
El cuento sin embargo le apasionaba, era parte de su vida y solía leer a los grandes maestros, especialmente a Cortázar, por quien sentía una verdadera devoción.
Cierto día (promediaba el año 2002), me pidió que le guardara sus cuentos: no quería seguir teniéndolos él, porque, dijo, cada vez que los releía no podía resistir a la tentación de corregirlos. Desde luego, no hacía ni falta que me lo explicara. Esto lo sabía muy bien yo, porque solía darme a leer sus escritos y a veces había visto tres y hasta cuatro versiones de un mismo relato. Tal el caso de “Domiciliaria” cuya versión y título final he respetado aquí, aunque coloqué como subtítulo uno de los nombres que él le diera en versiones anteriores: “Mirando los techos de las casas vecinas”.
Originalmente ese cuento se llamaba “Otra vez con sus ironías” y las reescrituras fueron modificando el tema principal (las ironías) hasta hacerlo desaparecer. También reescribió los cuentos “Aquel lejano saco beige” y “Perros salvajes”. En cambio otros, como “Peluquería de doble tarifa” o “Seriedad”, fueron escritos de una sentada.
Volviendo a la anécdota, cuando el papi (como le llamamos hasta hoy mis hermanos y yo) puso en mis manos aquel manojo de relatos, me sorprendió que los hubiera reunido en una carpeta y más aún que les hubiera dado un nombre. Escrito de su puño y letra, el rótulo de la portada rezaba: “Cuentos indefensos”. Le pregunté entre burlona y cariñosa qué significaba eso y me contestó: “Es que los encontré ahí, mezclados entre tantos papeles y alegatos, y los vi tan indefensos…”.
Claro, aunque no se preocupaba por publicarlos, mi padre los amaba y los sentía como una parte innegable de sí mismo. De algún modo sabía que entregándomelos para “guardarlos”, sus cuentos no se perderían. La última vez que se refirió a ellos fue seis meses antes de su adiós definitivo, durante una breve internación en Terapia Intensiva a causa de sus dolencias cardíacas. Fue una visita mía muy breve, fuera del horario permitido, sólo una entrada fugaz a saludarlo y salir. Cuando abría la puerta de la habitación para irme:
-Acordate de esos cuentos- me llegó su voz. Me di vuelta: estaba sonriente y tratando de parecer calmo, aunque lo esperaba un viaje a Córdoba en ambulancia para una operación, o algo así.
-Ya nos ocuparemos juntos- dije. Pero la verdad es que en ese momento recibí sus palabras como un legado puntual. Aquella vez las cosas en Córdoba anduvieron bien y el papi regresó pronto. Pero asuntos menos literarios ocupaban su costado intelectual: investigaba sobre la historia de la propiedad de la tierra en América Latina. Y ya no volvimos a hablar de estos cuentos.
Debo decir que, después de su muerte, muchas veces intenté ocuparme de ellos pero no fue fácil. El legado dolía, tal vez por eso tardé tanto en realizar esta edición. Ella implicaba releer y cotejar versiones, tomar contacto con su amada caligrafía, descifrar alguna reescritura sobre el papel, recordar situaciones que evocaban sus respuestas y explicaciones a cada requerimiento u objeción mía, extrañar nuestras conversaciones, extrañar su voz, extrañarlo a él.
Editar un libro póstumo es tomar decisiones. No incluyo aquí los cuentos que él nunca consideró aceptables (y sé en mi fuero íntimo que, de haber tenido más vida, hubiera vuelto a ellos hasta encontrarles la redondez buscada), salvo el que abre el libro.
El texto al que me refiero se titula “De cuentos y de anhelos”. Lo escribió después de entregarme la ya referida carpeta. Era un primer borrador, con tachaduras y agregados al margen. Tras dudar un poco, decidí incorporarlo, porque en él se refleja no sólo su amor a la ficción sino también esa sensación de inseguridad que lo asaltaba respecto de su escritura y esa preocupación por lograr o no lograr la “esfericidad” de un cuento.
Aquí están, papá, viendo por fin la luz tus cuentos indefensos. Los amo tanto como vos los amabas y protegías, así que ningún juicio puedo abrir sobre ellos.
Esperemos que alguien asuma su defensa por nosotros.
Marcela Mercado Luna
La Rioja, 13 de abril de 2014
LIBROS EDITADOS
*La ciudad de los Naranjos de Ricardo Mercado Luna
*Cuentos indefensos de Ricardo Mercado Luna
*En el hueco del día de Mario Paoletti
*Tres golpes de timbal de Daniel Moyano
*La abuela Nicolasa de Sonia Ruades
*Los coroneles de Mitre de Ricardo Mercado Luna
*Sé quién soy de Norma Díaz
*Chesche. Recuerdos de provincia de Mario Paoletti
*En donde vengo de Carlos Paredes
EN CARPETA
“Me gustaría mucho poder seguir editando a Daniel Moyano. Olga Santochi también, creo que sería un gran aporte para La Rioja, especialmente en Teatro. Siento que es una materia pendiente. Ojalá se dé el hecho de que algunos autores se sientan interesados. Trabajo mucho en casa, mucho acá. La imprenta está en donde sea que yo esté. Lo más importante para mí es el trabajo de edición”.
(La presente nota fue publicada en el suplemento 1591 Cultura + Espectáculos de diario NUEVA RIOJA)