Cuando enterramos a alguien, indefectiblemente, enterramos una parte de nosotros. Una parte mía.
No importa ya, siquiera, cuán cercana a los afectos pueda ser esa persona (existe un punto en que el revés de la vida nos iguala a todos).
Tampoco interesa que las chicharras canten hasta ensordecer los oídos de la tarde que, sigilosa y constante, se recuesta sobre los palos borrachos, mudos testigos de una imagen repetida hasta el hartazgo.
La historia de la humanidad, toda, está marcada por esa mirada resquebrajada e inquisitiva buscando explicaciones en un cielo encapotado a las siete de la tarde y con el verano apretando hasta en las lágrimas.
Y es que siempre que enterramos a alguien volvemos a enterrar, indefectiblemente, a nuestros muertos y su recuerdo que ahora, entre placas con nombres desconocidos, caminan expectantes, con las manos cruzadas en la espalda, o se sientan sigilosos en un banco, a un costado de la vida que ya no gozan, pero tampoco extrañan.
Y ahí demabulan, una vez más, los abrazos que no dimos, los besos que faltaron, los te quiero no dichos, los gracias por todo y por tanto, las horas desvencijadas, los gestos perdidos, las ausencias, las distancias, los tiempos guardados en ese cajón que ya nadie abre y este sudor corriendo por la espalda de un llanto contenido.
La impiadosa sensación abonada por el llanto de un niño de que, más tarde o mas temprano, vamos a pasar por lo mismo que ahora pasan otros. Por lo que alguna vez pasamos ya, desde que perdimos el invicto con el designio de los que se fueron.
La muerte del padre de un amigo es una porción de la muerte de nuestros padres.
Ese vacío que queda ocupando en este aire caliente de diciembre tantos lugares, es el vacío que dejó un abuelo, un tío, un hermano, un amor trunco, despuntando los barrancos de un olvido que, sabemos, sólo va a llegar cuando ya no estemos.
La historia de la humanidad, toda, está marcada por esa memoria que perdura, persiste, insiste, acosa. Hasta que al fin se apaga.
Y es que cuando enterramos a alguien enterramos una parte de nosotros. Una parte mía. Incluso hasta este calor que abruma los pies y rasga la piel en gotas que se deslizan buscando la tierra que se abre como un par de brazos, de par en par, hasta el fondo al que también acuden las flores arrojadas como silenciosas redenciones.
Nos tocará a todos. No habrá excepciones.
Es martes y alguien pregunta, entre sollozos, qué hará cuando vuelva a la casa y se descubra sola.
Ya pagamos tributo, nuevamente, a nuestra inevitable vulnerabilidad; otra cuota parte de nuestro propio entierro.