«No es algo común», dijo el gran cantor riojano Carlos Ferreyra desde el escenario del Teatro Víctor María Cáceres luego de interpretar la zamba «A Don Rosa Toledo», de Ramón Navarro. Y tenía razón. Minutos antes, junto al enorme pianista Nahuel Minué, había sido convidado por Maggie Cullen a compartir una noche musical en la que lo “común” fue dejado de lado para dar paso a lo exquisito.
No es algo que ocurra todos los días, es cierto.
Mucho menos si antes de la actuación de Ferreyra-Minué, en el prólogo mismo de la aparición de la oriunda de Buenos Aires, Mily Juárez y July Gigena perfumaron de albahaca la sala trayendo canciones de Pica Juárez, con esa impronta de riojanidad profunda.
Que una cantante que se encuentra en un tiempo cumbre de su breve pero más que promisoria carrera abra el juego de esa manera y federalice su espacio puede ser, acaso, la mejor forma de resumir un espectáculo que conmovió a los asistentes, incluso hasta las lágrimas.
Yendo a lo concreto: el pasado viernes 11 por la noche, Maggie Cullen pisó por primera vez un escenario riojano para ofrendar —esa es la palabra— un puñado de canciones que se sintieron como eso: la porción milimétrica, exacta, y al mismo tiempo generosa, de una entrega que, a la luz de la fragilidad que parece habitar en los movimientos de su humanidad, adquiere una magnitud extraordinaria.
En Maggie caben la sensibilidad de una niña y, al mismo tiempo, la madurez de una mujer que va detrás de lo que quiere con lo mejor que tiene: la potencia y la delicadeza de una voz que ya es característica, pero también una capacidad interpretativa que no deja de lado, en ningún momento, la búsqueda del goce.
Así es como puede desgarrarse el corazón —el suyo y el de los presentes— al cantar de manera sublime Alfonsina y el mar (nada más y nada menos), sin dejar de sonreír en el intento. No, no es algo común.
Acompañada por el eximio pianista Nacho Abad, Maggie Cullen desanda un camino por el cual atraviesa distintos géneros musicales dentro del vasto folklore argentino, pero también se anima a abordar clásicos de todos los tiempos que, se sabe, no son para cualquiera.
Entonces, de pronto, se hunde en la profundidad de un tema de Charly García como «Cuando ya me empiece a quedar solo», y con sus apenas 24 años se pone encima el traje de una historia pesada, densa y real. O desanda la letra de «Ojalá», de Silvio Rodríguez, como si en esa mirada que extiende hacia un cielo imaginario bajo el techo del Víctor María Cáceres pudiera acuñar todo ese dolor vuelto canción.
O se sienta en los escalones que trepan hasta el escenario para estar muy cerca del público y abrazar con dulzura infinita a cada uno, en un sueño despacito, entre sus manos, y suelta al aire un «Muchacha ojos de papel», del Flaco Spinetta, como si ya hubiera vivido mil vidas. Y puede que así sea.
Ocurre que sobre Maggie, como escribió ya Juan José Coronell —y el público riojano pudo comprobarlo—, se puede aplicar una teoría: Cullen es como la “Benjamin Button” de la música. Tal como en aquella película donde un hombre nace adulto y rejuvenece, la cantante pareciera experimentar lo mismo. Su calidad artística, su conexión con el público y el arte que despliega desde la simpleza de su ser parecen de una cantora consagrada, de vasta experiencia, ocupando el cuerpo de una joven, casi niña, que desanda su oficio como si estuviera jugando.
Así va y viene: de una cueca a una chacarera, de una chacarera a un gato, de un gato a una milonga y de una milonga a donde quiera que el viento de las melodías la lleve. Y como si todo eso fuera poco, abre hasta más no poder la extensión de sus manos y se aferra a lo nuevo, a lo que no conoce, como una forma de absorber que, en su caso, también es una manera de incorporar, de adherir lo desconocido.
Entonces se sienta a un costado del escenario para escuchar «Caminito» en la voz de Ferreyra, porque Caminito es nuestro, de Olta, de Gabino Coria Peñaloza, y qué mejor que sea un riojano quien lo cante. Aplaude y se regocija. Atesora. Y vuelve sobre sus pasos. Se emociona. Lanza una carcajada. Invita a bailar. Y anticipa que va a haber algo más, algo grande, algo único.
Eriza la piel que una porteña (en tiempos de rebrotes de centralismo) decida cerrar su concierto con una chaya, la «Chayita del Viladero». Y que para ello convoque al escenario, una vez más, a Mily, July, Carlos y Nahuel. Eriza la piel la manera de su escucha, en la esencia de un compartir que se vuelve harina y caja, “para que un grito chayero suba por la sangre”. Y que no haya una bajada de telón, sino la posibilidad siempre abierta de un regreso por estos pagos que ya hizo suyos, a juzgar por los aplausos.
En un mundo repleto de lugares comunes, la forma de la generosidad del canto de Maggie Cullen no es algo común. Es cierto.