Hay una obra que existe antes de que la obra exista; una especie de designio que construye tramas para entretejerlas en el aire y dar vida a las formas. Y un artista que atesora entre sus dedos el destino de creador de las dimensiones del color, como una manera constante y precisa de asumir su propia identidad. Luis Alberto Lovrincevich: el hombre de las redes.
La palabra discurre más allá del tiempo. Atraviesa los espacios. Va y viene. Se balancea delicadamente, como las anécdotas y los recuerdos, entre mate y mate. El artista en cuestión tiene en la mirada y en la voz la sabiduría de la experiencia adquirida a lo largo del camino y en su observar, y en su decir, deja traslucir parte de su ilimitada capacidad de captar en el ambiente la materia prima que alimenta su voracidad creativa, traducida en infinidad de obras que, al igual que su técnica, tienden redes entre lo que pasó y lo que está por venir. En un entramado perpetuo.
Luis Alberto Lovrincevich nació en La Rioja el 9 de junio de 1960. Su obra, bautizada por la poeta riojana María Argüello como “La Urdiraña” (definición que se remonta a los conceptos del telar y la tela que fabrica la araña) comenzó a desarrollarse entre los años 1968 y 1969. Desde entonces y hasta ahora, no se detuvo, convirtiéndose en una expresión creativa que cosechó frutos en exposiciones individuales y colectivas en el país y otras latitudes como Uruguay, México, Francia, Japón, Estados Unidos, Brasil y Alemania.
Ese recorrido, tan incansable como la manera en que Lovrincevich tiende los hilos entre los clavos para dar forma a la dimensión de su arte, da cuenta también de la vida bien vivida y de una búsqueda permanente de superación que lo llevó por distintas geografías y diferentes circunstancias, capitalizadas todas entre la complejidad y la proyección estética, en la que se conjugan además los rasgos culturales de su esencia de riojanidad y la naturaleza de una mirada metafísica que abraza fusiones latinoamericanas.
Generoso en su narrativa y amplio en sus conceptos, el artista en constante resurgimiento y renovación de su obra, dialogó con 1591 Cultura + Espectáculos para trazar un derrotero repleto de historias a través de la cuales logra asumirse en su propia identidad de fundador de las dimensiones del color, aún cuando no duda en afirmar que esa construcción existe antes de que la construcción exista.
“La Urdiraña nace entre el ‘68 y el ‘69, jugando con una caja de cartón, alfileres e hilo sisal. En ese entonces no había mucho color, pero creo que esa fue la base para iniciar. Tenía unos 7 u 8 años”, narra Lovrincevich en el comienzo de un ejercicio de evocación que lo llevará a recorrer distintos puntos cardinales de su existencia.
Aquel surgimiento, siempre según su mirada, se incribió en su necesidad de buscar un espacio propio que le permitiera llenar los vacíos en su formación escolar. “Me aislaba de las demás personas; buscaba un espacio propio y sentía que ese espacio era el mío. Y a esos espacios los buscaba cuando no tenía contención por parte de la escuela, por ejemplo. Había profesores que me aburrían, entonces buscaba hacer algo para llamar la atención. Creo que eso fue una búsqueda permanente de cosas que yo sentía la necesidad de hacer. Me aburría, me escapaba y me iba a la biblioteca. Leía sobre distintos tipos de arte, pero a mi me llamaban mucho la atención las figuras; me atraían, me sentía cómodo allí”.
De alguna manera, aquella búsqueda continúa siendo su búsqueda. Y su espacio más cómodo, el de las figuras, el color y las formas: ese lugar en el que logra conectarse con su ser interior, en meditación constante y análisis permanente del mundo que lo rodea y del que se alimenta al momento de arrojar criteriosamente sus redes.
“Lo que más vende en la sociedad es la mala noticia, lo bueno tiene poca repercusión y debería ser exactamente al revés, pero es la conveniencia del poder. Personalmente me encanta la política y milité mucho, pero hace un tiempo tomé distancia por la simple razón que las personas que van a desarrollar la política real, son personas audaces, muy egocéntricas, que se mienten a si mismas. Han aprendido a vender un producto a la sociedad de una manera y ellos creen que siguen estando y siempre lo van a sostener. No comparto; nunca me prendí en eso. Siempre trato de colaborar en algo que beneficie a la sociedad; busco que el rédito sea social y no personal. Lo personal va por otro lado”.
La referencia no es casual. Tiene que ver, fundamentalmente, con el ámbito cultural en el que se mueve, plenamente conocedor de las dificultades a las que se enfrenta el artista (especialmente en lo económico), cuestión que lo llevó también a fundar la Unión Nacional de Artistas Visuales, como una manera de aunar esfuerzos y dar visibilidad a muchos artistas que de otra manera quedarían confinados al ostracismo. “La Rioja es una de las provincias que tiene un alto porcentaje de creadores, en su mayoría, hay mucha humildad”, afirma con conocimiento de causa.
Y desde ese punto de partida, ancla en su propia experiencia para afirmarse como un creador que supo transitar las diferentes instancias de su crecimiento artístico, desde que era apenas un niño, hasta este presente que lo encuentra en pleno desarrollo creativo, con la maduración y la templanza necesarias como para disfrutar plenamente del recorrido.
“Siempre estuve trabajando; siempre me llamó poderosamente la atención esta tarea, desde aquel primer cruce de hilos. Fui buscando más clavos, hilos; iba juntando e iba haciendo. Recuerdo que el primer cuadro con el que me doy a conocer a la sociedad fue en un programa de radio de LV14, un día sábado, en un esenario que daba a la calle. Me acuerdo que había hecho un cuadrito que era de un Ford A. Me presenta en ese entonces Jorge Agüero, junto a Homero Coronel Montes. Lo sortearon entre la gente que estaba ahí. Ese fue el primer cuadro para la sociedad, tenía unos 10 años”, recuerda. A partir de allí, Lovrincevich comenzó a urdir su trayectoria.
“Recuerdo que aún de pequeño fui y le regalé un cuadro a una vecina y cuando le ví la cara, sentí que no era algo que la sorprendiera. Eso para mí fue una cosa muy movilizante; como cuando sentís un rechazo en relación a algo. Me pregunté entonces qué estaría haciendo mal y empecé a autoexigirme para comenzar a corregir. De ahí seguí, hasta hoy. Yo no tengo una carrera hecha desde la universidad. Solo pasé un año por la Polivalente de Arte, donde encontré a grandes profresores como Trasovares, Hugo Albarracín o Jorge Cisterna. El aburrimiento era lo que provocaba que busque la manera de cómo poder irme a generar algo nuevo, distinto, diferente”.
RAÍCES
La vida, como el arte, tiene sus raíces. Puntos de partida que se van extendiendo a lo largo del tiempo y que, aún a pesar de la laxitud que supone la distancia que se va ampliando en el recorrido diario, nos llevan al sitio del origen. Riojano por nacimiento, Lovrincevich cuenta que su padre nació en Rojas, en la provincia de Buenos Aires, donde se había radicado su abuelo luego de naufragar durante un buen tiempo en un submarino, durante la Segunda Guerra Mundial. Un poco más atrás en el tiempo, su bisabuela daba vida a los acordes desde un violín en los principios del Teatro Colón.
Tal vez radique allí, entre esos sonidos perdurando en el viento, la veta artística. Pero sin lugar a dudas que la disciplina, la paciencia y la constancia, le fueron dadas en la estrecha relación con su abuelo.
“Mi abuelo desarrolló un negocio en Rosario, relacionado a las redes para ir a pescar. Tenía mucha habilidad para hacer los mediomundo. Y como yo me portaba tan mal, era el más beneficiado en las vacaciones: siempre me llevaban a Rosario. Tenía una excelente relación con mi abuelo, me encantaba acompañarlo a pescar por las historias que me contaba, por las cosas que me mostraba. Creo que aprendí mucho de él; era un tipo de mucha conducta, que sufrió mucho, pero que en lugar de mostrarme ese sufrimiento, siempre me mostró su sabiduría”.
Hilo, clavos, sinergia con el color y una obra que nace del temple y el elogio a la representación del arte aferrada, a su vez, a la búsqueda insaciable que lo llevó también a recorrer otros horizontes. De La Rioja a Tucumán y de Tucumán a Buenos Aires, sin escalas, para vivir allí todo el tiempo que fuera necesario para crecer en todos los aspectos: en lo humano y en el oficio de ser la mano que mueve los hilos.
“Siempre estoy en la búsqueda, especialmente en la parte artística. Estoy trabajando ahora en este tipo de obras que son la aplicación de la cuarta dimensión; lo que puede traspolar visualmente de un lateral a otro. En el caso de las nuevas tecnologías, las redes están muy relacionadas con esto. En la metafísica también conocemos mucho de las redes energéticas; las redes están presentes en todos los aspectos”, afirma como una manera de plantar bandera en una actualidad que, lejos de desbordarlo, lo invita a resignificar sus estrategias.
“A mí me atrapa cada vez más lo que hago; es tan grande el campo que yo tengo para poder meterme, estudiarlo, buscarle la forma. Soy de prestar mucha atención y tengo pasión por lo que hago. Siempre estoy haciendo algo nuevo. La obra arranca en un papel, pero a la obra yo la tengo hecha en la mente, antes de plasmarla. Puedo llegar a modificar luego algunas cuestiones que tienen que ver con la técnica. Hay un dibujo, se calca y se pasa a la chapa. Son miles de kilos de clavos los que utilizo y lo he perfeccionado con el tiempo”.
ARTE Y PARTE
Hay una obra que existe antes de que la obra exista. Pero hay también un intermediario, poseedor del don de traducir lo mágicamente dado en una obra que se pueda dimensionar, a la que le da sentido y forma. Es el rol que asume humildemente, pero con absoluto compromiso, Lovrincevich. “Creo que hay algo superior que no es para cualquiera; yo sé que la obra está hecha antes que yo la haga. Lo que yo hago cuando me siento y lo hago es algo superior; yo creo que soy un instrumento, que debo ser el hilo conductor, nada más. Hay algo superior y creo que eso tiene mucho que ver con mi tarea”. Arte (inaxplicable) y parte (necesaria), el artista toma su designio de constructor de tramas y las entreteje en el aire para dar vida a las formas. Atesora, entre sus dedos, su destino de creador de las dimensiones del color, como una manera constante y precisa de asumir su propia identidad.
“Plásticamente poder darle movimiento a elementos tan duros como lo son el clavo y el hilo; buscar la forma de darle profundidad, la sensación de volumen en un plano, es uno de los logros más importantes que se puede alcanzar. Es como que manejo una tercera dimensión limitada; no tengo otra opción, pero visualmente puedo manejar muchas cosas. Estoy muchas horas; yo tengo por conducta que a las 6 de la mañana ya estoy en mi taller meditando. Es una hora para mí, exclusivamente. Es lo que retroalimenta mi espíritu y mantiene mi equilibrio”.
Arte (desafío) y parte (compromiso), el artista busca traspasar los límites impuestos, como quien cruza una frontera hacia otros mundos, intentando siempre dejar un mensaje, una enseñanza. “Si siembras un pensamiento cosecharás una acción; si siembras una acción cosecharás un hábito; si siembras un hábito cosecharás un carácter, y si siembras un carácter cosecharás un destino”, reza el proverbio que Lovrincevich comparte en voz alta, casi como una carta de presentación.
Lo sembrado por el artista, en tal caso, no sólo tiene que ver con su arte, sino también con su contancto con el mundo que lo rodea. “Estudio mucho el comportamiento de la sociedad y de acuerdo a eso hay cuestiones que puedo llegar a hacer que lleguen más a la sociedad como una forma de transmisión; la gente está muy desquilibrada, muy atormenatada. El color es lo que le da una vibración a la energía del ser humano. Creo que cuando uno puede lograr plasmar una armonía o un equilibrio de color en un plano o en una escultura, en el formato que sea y que a la persona que pase le llame la atención, que son décimas de segundo, lograste lo que querías transmitir”.
Transmitir, transferir, traspasar. Atraer. De todo eso, entre otras cosas, se trata la labor de Lovrincevich. Y también su exploración persistente a lo largo del recorrido: escudriñar las maneras en que la atención del espectador se centra en una figura en la que el artista puso mucho más que clavos e hilos. “Hay una obra que me marcó; un Cristo que hice en tamaño natural y que hace ya mucho tiempo expuse en la Plaza 25 de Mayo, en una Feria de Artesanías. No quería exponer al Cristo del dolor, por eso lo hice con la mirada de frente. Estaba sentado en el borde de la estatua de San Martín y recuerdo como si fuera hoy que viene una mujer de unos 80 años. Lo miraba de aquí, de allá, se iba para el costado y lo seguía mirando. La mujer estuvo fácilmente unos 15 o 20 minutos mirándolo y luego que pasó todo eso, se puso frente a la obra, se arrodilló, se persignó y se puso a rezar. Esa imagen no me la olvido más. Sentir esa sensación, cuando se te eriza la piel, te hace dar cuenta que lo que estás haciendo está logrando el propósito por el cual estás en esta tierra”. Esa tierra en que el artista mueve los hilos con sus manos.
La vida, esa aventura
El inagotable anecdotario de Luis Alberto Lovrincevich da cuenta del amplio caudal de experiencia adquirida a lo largo de los años, en diferentes circunstancias vividas, entre estos pagos que son su tierra y una especie de desarraigo autoimpuesto que lo llevó a conquistar la gran ciudad. En resumidas cuentas, un viaje por la aventura de la vida que lo trajo hasta hoy.
“Soy una persona a la que le tocó hacer todo desde abajo; no tuve quien me financiara para hacer mis obras. Siempre hice otros trabajos extra para poder juntar. Viví un par de años en Callao 86 (Buenos Aires) y en una pieza compartida trabajaba, hacía las obras. Me fui porque sentía que aquí en La Rioja no había futuro y me fui sin avisar a mi familia. De La Rioja a Tucumán. Llegué a Independencia. Hice dedo, me dijeron que iban para Buenos Aires y me enganché. Siempre enfrenté las situaciones por más duras que sean. Estar en Buenos Aires y no tener un lugar en dónde dormir, por ejemplo; iba a los restaurantes y lavaba platos. Dormía en la Plaza San Martín, debajo de los arbustos. Ponía un cartón y me ponía diarios en el pecho. Superé etapas muy fuertes y estoy convencido que me iba preparando para algo. Fue así que empecé a conocer Buenos Aires desde abajo. Conseguí un trabajo en la Feria de Constitución. Estaba mucho tiempo solo y eso me retroalimentaba; iba recopilando información y luego la volcaba en mi trabajo. Mi primera muestra en Buenos Aires fue en un salón muy grande en calle Tacuarí. En La Rioja fue frente a la iglesia de la Merced, en lo que se llamaba el Hotel de Turismo. Viví 15 años en Buenos Aires y el regreso a La Rioja se fue dando por decantación. Estaba muy centrado en poder desarrollar mi actividad y aprender mucho en Buenos Aires y eso me permitió ser Embajador Artístico de La Rioja y conocer países como México o Uruguay, donde también expuse”.