La mirada imperecedera

Hay obras que trascienden, incluso, a sus autores y que, como tales, mantienen una vigencia que, más allá del asombro, deberían causar también una preocupación, un alerta. ¿O será verdad aquello de que todo cambia para que nada cambie? Una imperiosa necesidad de reflexión, sumado a ocurrencias y frases que quedarán por siempre en la memoria puede ser el mayor legado de Quino. Pero, lo sabemos, no se trata solo eso.

Nació en Mendoza, pero gracias a su inigualable labor se convirtió en un habitante del mundo entero. Tanto, que aquel designio geográfico para su punto de partida en este planeta pasó a quedar tan desapercibido como su nombre. Se llamaba Joaquín Salvador Lavado Tejón. Quino, se va a llamar por el resto de la existencia. Y, por el resto de la existencia, va a ser el padre de una obra que lo trasciende y que, como tal, continuará también atravesando generaciones, reproduciéndose de boca en boca, traspasándose de mano en mano, diluyendo todo tiempo y todo espacio. 

El 2020, al margen de la tan particular contingencia que suponen la pandemia y el confinamiento, va a ser recordado, sin duda, como el año en que muchos de los genios de nuestra cultura nacional pasaron a la eternidad, aún cuando ya lo habían hecho en vida. Se trata, en todo caso, de la confirmación de un hecho fáctico, estadístico, cuando no de la cruel certeza de lo irremediable de la muerte, una verdad irrefutable a la que, sin embargo, no terminamos de amoldarnos. 

De allí, casi seguro, ese escalofrío que produce la noticia de la partida física de un hombre que con un trazo leve y sencillo nos dibujó de lado a lado la vida y le puso nombre al devenir de nuestra historia y sus circunstancias. Y que, dada nuestra escasa capacidad -y voluntad- de torcer los designios de un evolucionar intempestivamente en círculos, lo seguirá haciendo.

La obra de Quino es una de esas obras que -como se señaló anteriormente- trasciende, incluso, a su autor y que, como tal, mantiene una vigencia asombrosa. Tan asombrosa que, mínimamente, debería causar una preocupación, un alerta. A menos que, realmente, como dicen por allí, todo cambie para que nada cambie. 

Antes de nacer quien esto escribe (año ’77) Mafalda ya era Mafalda. Y Quino ya era Quino. Pero Mafalda, más allá de Quino se acrecentaba y se acrecienta día tras día, a pesar incluso que su creador había decidido prescindir de sus generosos servicios en el año ’73 (cuando tuvo la sensación de estar repitiéndose), luego de nueve temporadas de sumar a la imperiosa necesidad de una reflexión, ocurrencias y frases que quedarán perennes en la memoria, pero que, al mismo tiempo y lamentablemente, tienden a diluirse en la ceguera de la anécdota, o en el borroso estampado de una remera que se compra de oferta en las tiendas de la banalización y el olvido, a las que somos tan afectos. 2×1 y chau, a otra cosa mariposa. 

El legado de Quino, que sería un error imperdonable pretender circunscribirlo únicamente a Mafalda, tiene que ver con esa mirada imperecedera que supo abordar con fina agudeza todas aquellas temáticas cotidianas que nos traspasan y determinan. En todo caso, y más allá (y a pesar) de nosotros mismos, el humorista gráfico nunca dejó de poner en sus creaciones una voz para los «nadires», para el colectivo en el que cabemos prácticamente todos, haciendo gala no sólo de una imaginación y una genialidad abrumadora, sino también poniendo en cada dibujo el humor «del señor chiquito frente al poderoso», como tanto gustaba de hacerlo. 

Quino, a diferencia de nuestra casi habitual y acentuada indiferencia respecto de la realidad que no sea inmediata, dejó en cada una de sus tiras una profundidad atemporal que obliga a ensanchar la mirada hacia una objetividad que muchas veces es abrumadora y que no admite medias tintas a la hora de ser asumida y sopesada lo que, en todo caso, deja necesariamente afuera a los «adoradores de turno», siempre dispuestos a la pronta apropiación de conceptos que, en otros contextos (y en la vida misma), denostan. 

Ellos son los infaltables abanderados de la doble moral y el doble discurso a los que Quino combatió con la honestidad de su intelecto («Un genio que tiene la imaginación de un chico y la agudeza de un filósofo», diría Tute); esos mismos que homenajean ahora desde algún recinto parlamentario a quien, entre otras cosas -y de haber realizado estos las lecturas correspondientes y a consciencia- les habría marcado con claridad los rumbos de un camino al que insisten en desviar en lo constante, en lo cotidiano.  

No faltan, en este sentido, quienes afirman con marcados sesgos de razón que la notoriedad de Quino en el mundo -sus historietas, en especial la de Mafalda fueron traducidas a más de 30 idiomas- es tan amplia y tan tristemente proporcional como la decadencia de Argentina, e incluso alguna publicación francesa -que seguramente no habrá sido la única- se atrevió a satirizar: «Quino ha muerto, los argentinos todavía no». Pinta tu aldea y pintarás el mundo, dicen por allí. Y Quino supo pintar mejor que nadie a nuestra aldea, como para que a buen entendedor…(¿o acaso alguien puede dudar que aunque la obra del dibujante mendocino era sin dudas universal, Mafalda y sus amigos eran profundamente argentinos?).

«Como siempre: lo urgente no deja tiempo para lo importante», «¿Y si en vez de planear tanto voláramos más alto?»; «No es que no haya bondad, lo que pasa es que está de incógnito», son algunos de los juegos de palabras con los que Quino desplegaba el humor para hacer de su tira una crítica social y una denuncia contra la desigualdad, la crueldad y la injusticia mundial. Pero, también, una radiografía precisa de nuestro territorio. 

La pequeña contestataria -al igual que la mayoría de sus creaciones-, efectivamente, se fue convirtiendo en un personaje familiar en todo el planeta tierra y, al mismo tiempo, era absolutamente reconocible como argentina y ello explica la asociación entre la desaparición física del dibujante y la crisis que -una vez más- coloca a nuestro país al borde de un abismo (y van…): estancamiento económico, inflación, endeudamiento, desempleo, éxodo de profesionales, fuga de capitales, estallidos sociales, inseguridad y una pobreza tan extrema como difícil de entender en un país como el nuestro. «¿Pescás el fondo social del asunto?», se preguntaría Mafalda. ¿Lo pescamos? ¿O vamos a seguir mirando para otro lado? ¿Cuántas tiras hacen falta para que nos demos cuenta?

A Joaquín Salvador Lavado Tejón, un tal Quino, tuve la posibilidad de tenerlo en frente en una de las ediciones de la Feria del Libro de Buenos Aires. Corría, creo, el año 2000 o 2001 y desde un rinconcito pequeño, con poca luz, casi escondido y con una profusa timidez, firmó con un dibujo (como lo hacía con todos) el ejemplar de las historietas completas de Mafalda que con toda ilusión llevaba entre mis manos. Sin embargo, no fue nada de eso lo que llamó extraordinariamente mi atención, sino esa manera tan particular en que el dibujante observaba todo a su alrededor, como si de pronto pudiera atrapar entre sus ojos lo efímero de la existencia, de nuestra existencia. Al final de cuentas así lo hizo. Por eso, tal vez, nos duele tanto su partida. Todos nos quedamos, en definitiva, un poco huérfanos. Pero todos sabemos, además, que todo lo que nos hizo ver fue cierto. Desde sus ojos nos pinto el universo. Ese que no es imperecedero, como sí lo es su mirada, y que cambiarlo depende de nosotros. Quino, ya hizo lo suyo.

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