El gusto por la simetría y la paradoja sigue animando la poesía de Fernando Viano en Lo que cabe en un silencio, como ya lo hacía en su primer libro, Los días imposibles. Son raros los poetas que muestran un estilo tan consolidado desde el principio. La seguridad, la precisión, que no siempre son virtudes literarias, en Viano forman parte del concepto mismo de poesía, aun cuando sea consciente de la vanidad de vanidades que implica nombrar algo para retenerlo en el tiempo.
Sin dudas esa conciencia de la fugacidad de la vida y de la inminencia de la muerte son los motores de la precisión de sus versos. Precisión que en este caso debería traducirse como justicia, medida, equilibrio, algo que María Teresa Andruetto señala en el prólogo y que resulta más patente en los poemas más breves: «Voy a guardar una última línea/ Para cuando ya no quede nada por decir.// ¿Así podré confirmar que lo que soy/ Y lo que no bien pueden caber en un silencio?».
Pese a la construcción rigurosa, casi lógica de sus versos, la poesía de Viano es más lúcida que intelectual, y los sentimientos aparecen en ella con una rara definición de fotografía en blanco y negro, virados al concepto sin ser conceptuales. El efecto se acentúa en este libro por el diálogo (o el monólogo paralelo) que los poemas entablan, justamente, con las fotos de Jorge Grasso o del propio autor y que parecen sumar a las páginas un plus de realidad en estado simbólico, si se entiende por símbolo la parte exacta faltante.