Una reseña para el libro «El cruce del umbral», de la escritora riojana Cecilia Pagani
Los cuentos de la escritora riojana Cecilia Pagani son como un cross a la mandíbula. Y otro. Y otro más. Cuando el boxeador (lector) atina a ponerse de pie para evitar la determinante cuenta de diez llegará, inevitable, una nueva bofetada.
Pero aun así, el boxeador (lector) seguirá intentándolo porque en ese inmiscuirse entre las líneas de los relatos se genera una especie de síndrome de abstinencia por el golpe, un deleite inexorable por el dolor, la crueldad y el sufrimiento. Pero también por el amor igualmente brutal y descarnado.
Puede que ninguna de las historias contadas por Pagani -con fina maestría de orfebre en la disposición final y contundencia de las palabras- tenga que ver con la otra. Sin embargo, hay una concatenación de sensaciones que transmigran todas y cada una de las páginas de “El cruce del umbral”. Sensaciones que, en la mayoría de las veces, abruman.
Como si ese paso dado hacia el otro lado (del umbral) pudiera generar, al mismo tiempo, asfixia y liberación. Opresión y libertad. Violencia y ternura desmedidas. Una paradoja constante e igualmente contradictoria.
El juego de tensiones propuesto por la también profesora y licenciada en Letras es brillante y se ancla con firmeza en una certera elección de los personajes y sus voces, a los que desnuda con una voracidad casi criminal, sin tener por ninguno de ellos la más mínima de las contemplaciones.
Es así como Pagani traza la delgada pero jugosa línea entre ficciones y realidades, afianzada en una cotidianeidad que, por la manera en que se cuenta, se evidencia casi de forma palpable. Como si se pudiera tocar. Como si cada una de las situaciones y los lugares a los que lleva al lector (como a un boxeador grogui) pudieran ser perfectamente reconocidos. Como si, en definitiva, pudiera pasarnos a cualquiera de nosotros, dentro del cuadrilátero de lo frecuente.
“Rota, sucia de restos de la noche, una copa se hiende viva en la muñeca. Aguda, exacta, afilada como un acero”. Así es como se sienten las historias que va describiendo la escritora. Historias que se perciben nuestras, como torrentes sanguíneos corriendo por las venas para descubrirnos “solitarios y absolutamente vulnerables. Obsesivos, manipuladores, crueles”.
Para descubrirnos, al final de cuentas, como los simples mortales que somos habitando en vidas prestadas, esperando con la guardia baja por el nuevo cross a la mandíbula.