Nerio Tello, o la memoria como un mecanismo de rescate

La memoria que nos salva. El recuerdo como un rescate. Un universo utópico que choca contra lo distópico de ese mismo universo, pero que se reconstruye en el rememorar. Lo que fuimos en lo que somos. Lo que podemos ser a partir de lo que recordamos. Esa brasa que no se apaga. Esa brasa que cobra fuerza inusitada ante un mínimo suspiro. Ese mínimo suspiro que desvela, que nos pone a soñar despiertos con las ausencias que nos quedan. Las ausencias presentes a las que nombramos. Los nombres que nos nombran, que nos vuelven evocación, en un ir y venir. De la palabra a la imagen. De la imagen a la palabra. De Nerio Tello a Diego Díaz. De Diego Díaz a Nerio Tello, pasando por la mirada del alma del tiempo de lo que habitamos. Confluencia de universos. Entre lo utópico y lo distópico. Entre la claridad y la ambigüedad. Entre la lucidez y la confusión. Y entre todos y cada uno de los puntos intermedios que nos salvan…

A veces los recuerdos nos empujan, nos expulsan de las zonas de confort, nos incomodan, nos ponen a prueba. Esas memorias, entonces, cobran la esencial existencia de lo que respira, de lo que late, de lo que vive y de lo que se mueve como un monstruo por nuestros mundos internos. Esas memorias, entonces, se tornan tan importantes para la humanidad como las raíces que sostienen de pie a un árbol. Y solo resta dejarlas volar, con el impulso vital de una llama que se enciende desde el rescoldo, desde esa pequeña brasa que resiste entre la ceniza y que puede arder con un leve suspiro, como si el fuego no se hubiera apagado nunca. Como si todo pudiera volver a arder.

“Aquí estoy, siendo brasa; y a veces ceniza”, afirma el escritor riojano Nerio Tello en su libro «Brasas de Ulapes» que no sólo marca un punto de partida del autor hacia la crónica narrativa, sino que también establece una estrecha relación con la memoria como un mecanismo de rescate que se pondrá en marcha, luego, en cada una de sus producciones literarias, como un punto sustancial de encuentro entre el ser del narrador con su ser más primigenio, con su origen, que termina por constituirse en un universo colectivo en el que los recuerdos alcanzan el estado sobrecogedor de lo compartido, aun cuando ese compartir pueda tener una mirada distintiva, acordonada a las experiencias particulares, pero siempre sostenida por la emotividad de lo que subyace. Por ese descubrir sensorial que es como un abrazo cálido.

Esa primera instancia, la de «Brasas de Ulapes» sumerge a Tello en lo más profundo de sus aguas para comenzar a desplegar más tarde un nado en estilo libre que lo lleva de costa a costa, atravesando océanos de evocaciones que van desde lo simple hacia lo complejo y viceversa. Un ir y venir que trasunta paisajes típicos e igualmente típicos personajes, pero que en la maestría del arte descriptivo del escritor cobran una integridad que hace que cada relato se sienta como una historia compartida. Como si de pronto, y como bien afirma el autor no hubiéramos nacido aquí y escribiéramos “con” y no “sobre” o “de”. Y allí radica, tal vez, la mayor de las intensidades de ese calor que no se rinde al paso del tiempo, ni a las circunstancias que modifican al hombre. La memoria, una vez más, como un mecanismo de rescate.

¿Será, acaso y tal como nos lo hace sentir Tello, que las memorias, los recuerdos, aunque propios de sus vivencias, nos pertenecen a todos por igual, sin importar ya de dónde venimos o hacia dónde vamos? ¿Será que lo que rememora un hombre, visitado de pronto, casi por asalto, por esas evocaciones de otros tiempos, es el rememorar de una humanidad que ancla su existencia en el reconocimiento de sus puntos de partida, en los cordones umbilicales de sus nacimientos?

Un monstruo por nuestros mundos interiores

“Pensar en un hombre se parece a salvarlo”, afirma el escritor Roberto Juárroz en uno de sus más célebres poemas verticales que es, al mismo tiempo, una especie de máxima que viene a sugerir la imperiosa necesidad y la trascendental importancia de mantener viva la llama del pensamiento más profundamente solidario, que no es más que el pensamiento de un ser colectivo, que abarca e incluye. Y que, en ese abarcar e incluir, sostiene. Igual que los recuerdos que nos empujan, que nos expulsan de las zonas de confort, que nos incomodan, que nos ponen a prueba. Es que recordar es como una brasa que se conserva entre la ceniza que lentamente languidece y que puede arder con un leve suspiro, como si el fuego no se hubiera apagado nunca. Como si todo pudiera volver a arder. Pero incluso si esto no llegara a ocurrir, podremos estar por demás seguros que tener a mano un libro de Nerio Tello, nos hará recordar que recordar nos salva. La memoria, una vez más, como un mecanismo de rescate. Y como un viaje.

Conocí a Nerio Tello en un viaje. Un viaje hacia la mítica y legendaria Villa Nidia, donde nació el también mítico y legendario Héctor David Gatica, tan al sur de La Rioja, que ya se nos cae del mapa. Ese viaje, creo, o mejor dicho el concepto que engloba a la palabra viaje, es el mejor plan para sumergirse en la literatura de Nerio Tello, en el calibre de su escritura que, en términos de cacería, es siempre un disparo certero, una bala en el centro del blanco, con precisión de francotirador, o de observador impiadoso a través del tiempo, en un ida y vuelta constante que sumerge al lector en sus propias certezas y dudas respecto de las visiones particulares que, por otra parte, es inevitable que surjan desde las experiencias individuales en el viaje de cada uno, tal la identificación que logra el escritor con los anclajes de una memoria que puede resultar laxa, pero no por ello menos movilizadora.

Esa es, en definitiva, una de las características que define a la obra de Tello: la creación de un universo literario que se instala con fuerza sobre una realidad que se torna absolutamente palpable, tangible, cercana. Y las memorias. Esas memorias que cobran la esencial existencia de lo que respira, de lo que late, de lo que vive y de lo que se mueve como un monstruo por nuestros mundos interiores. Ese viaje es central. No el viaje hacia una localidad en particular, no el destino geográfico. Y es que, como dicen por allí, la vida no es un destino, sino un viaje. Y viajar es siempre volver, aunque se esté yendo, y aunque nunca se vuelva al pasado. Sin embargo, hay un pasado que nos sostiene, un pasado desde el que partimos. Un pasado que, al final de cuentas, es siempre un punto de partida. Y un punto de rescate.

Y desde ese lugar, el escritor nos obliga a preguntarnos: ¿Cómo se construyen los recuerdos? ¿Cómo es que toman forma? ¿Cómo es que algunos de esos recuerdos se enquistan en la memoria? ¿Existen, en realidad, los recuerdos? ¿Existe, en realidad, la memoria? ¿Son fieles los recuerdos que recordamos? ¿Nos puede traicionar la memoria? ¿Qué hay de la memoria que se deja envolver por la nostalgia? ¿Qué hay de nosotros sin recuerdos? ¿Qué quedaría de nosotros sin la memoria? ¿Cómo podríamos proyectarnos hacia mañana sin ayer?

Formas de volver a un tiempo y un espacio

“Vos sabés que tendemos a contar la vida más que a vivirla. Vemos a través de lo narrado”, afirma un reflexivo “Nito” sosteniéndose, a su vez, en la idea deslizada por el -entre otras tantas cosas- filósofo Jean-Paul Sartre. Ese personaje creado por Nerio Tello en “Si preguntan por vos” -la última novela del escritor riojano- es, quizá, el punto de partida para una disquisición que se debatirá todo el tiempo entre la realidad de la ficción y la ficción de la realidad, interpelando en lo constante a un lector que debe agudizar su capacidad de atención frente a una escritura desordenada, caótica, atemporal, incluso en la pretendida temporalidad en que se agolpan los recuerdos, la memoria del narrador.

Planteado de esa manera podría ser un juego. Pero no lo es. Porque es demasiado serio en la obra de Tello el ejercicio de recordar, de rememorar, de traer al presente a partir de flashes del pasado. Tanto, como el oficio de un iluminado escritor, que se reinventa en “Si preguntan por vos”, entendiéndose el “se reinventa” como una manera de cuestionarse también en las formas de una creatividad que, a todas luces, le resulta ilimitada y lo saca definitivamente de sus zonas de confort.

Incomoda esta última entrega de Tello desde ese punto de partida. El lector intenta ordenar un relato desmembrado (ese antidiario), por esa maldita costumbre de querer poner cada cosa en su lugar. Pero al final, o mejor dicho en el transcurso de la lectura, se deja llevar por lo intrincado de un relato que, así planteado por su autor, obliga a preguntarse: ¿cómo se construyen los recuerdos? ¿Cómo es que toman forma? ¿Cómo es que algunos de esos recuerdos se enquistan en la memoria? Y aún más: ¿Cómo es que los recuerdos, que la memoria, se convierte en un mecanismo de rescate?

Incomoda “Si preguntan por vos”, también, por la fastuosidad con que Tello expone la historia, nuestra historia, o al menos parte de ella. Esa tan dolorosa, tan cruenta y tantas veces contada, pero aquí expresada de otra forma. Allí radica, incuestionablemente, lo vital. El “escribir para no volvernos locos y evadir los insomnios” al que el personaje creado por Tello se aferra en busca de poder conciliar un sueño que, sin embargo, no llega. Y es que después de todo, y como bien afirma Hugo Barcia en el prólogo de “Si preguntan por vos”, “cuando una generación es pasada a degüello por una dictadura cívico-militar, es inevitable que un país se rompa”. Tan inevitable como que los recuerdos se fragmenten.

Sin embargo, ocurre que hay recuerdos, y recuerdos que se enquistan en la memoria, que no nos dejan dormir. Son formas de volver a un tiempo y a un espacio en el que la realidad aprieta tanto que se nos empieza a confundir con algo más. Con eso que creemos que fue como creemos que pudo haber sido, pero que sin margen para la duda (suponemos), así debió haber sido. Ese recordar irónico, sarcástico, ácido, que revuelve el estómago, pero también el corazón. Y allí nos encontramos, de pronto, tratando de ordenar los recuerdos, tratando de ordenar las fotos, las imágenes en blanco y negro de una dictadura atroz que apunta (y secuestra, tortura, dispara), además, sobre lo que recordamos. Las bestias con saña y sin alma. Monstruos que nos siguen matando, sin importarles. ¿Y a quién le importa, en realidad?

Lo que Nerio Tello, a través de “Nito”, quiere decir (decirnos) es que solo cuenta: “Trato de que alguien, un lector, vos, pueda reconocerse, quizás entenderse, o perdonarse, o simplemente entretenerse”. Esa, la de “Nito”, bien podría ser la voz (o la pluma, en este caso) de Nerio Tello. Pero también podría no serlo, porque de eso se trata ese entrecruzamiento de identidades, en un escenario en que los rostros se difuminan, se confunden, desaparecen y vuelven a aparecer como fantasmas.

El escritor apela, en este punto y tal como acostumbra a hacerlo, a los pequeños protagonistas. Tipos como “Nito”, que tienden a despertar mucha más compasión que deslumbramiento. Tipos que no pueden con el peso de su propio cuerpo pero que, por necesaria identificación causada por esa capacidad innata del escritor de encontrar en lo hueco, en lo vacío, y hasta en lo abismal un gesto de reconocimiento colectivo, social, terminan por interrogarnos, exhortarnos y hasta demandarnos la parte que nos toca en ese derrotero individual que, no obstante, forma parte de un todo al que arribamos de manera brutal e impostergable. Así como el texto se descubre atravesado por otros textos (por otras lecturas, también), el lector se descubre atravesado por un relato que no se detiene en ese ir y venir frenético de la memoria, en ese volver a los recuerdos brumosos del pasado para saltar luego hacia un hoy que se torna inapelable por aquello de que somos lo que fuimos y si no, no podríamos ser. Y aún más: lo que pudimos ser, por sobre lo que quisimos ser. Pero, en definitiva, esto que somos cuando preguntan por cada uno de nosotros. Cuando preguntan por vos, por él, por mí.

La maquinaria de recordar

“Quiero escribir sobre Pablo, sobre Bárbara y Lola, sobre Leandro, sobre la Turca, que se perdió tan sola, sobre Laura Lau y sobre los que estuvieron y luego fueron sombras, sobre los que quedaron, quedamos, y soplamos las cenizas buscando otro fuego”, insistirá “Nito” y traerá a colación a John Banville para afirmarse: “El pasado es un presente luminoso y eterno, para mí están todos vivos, pero ausentes, excepto en el frágil más allá de estas palabras”. Y es aquí -en esta afirmación- donde subyace, tal vez, la mayor de las rupturas a las que nos expone sin piedad Nerio Tello. Lo que está vivo pero ausente, igual que los recuerdos, igual que la memoria: irremediablemente frágiles. Pero también lo que nos rescata de esa fragilidad.

Porque… ¿Cómo se construyen los recuerdos? ¿Cómo es que toman forma? ¿Cómo es que algunos de esos recuerdos se enquistan en la memoria? ¿Existen, en realidad, los recuerdos? ¿Existe, en realidad, la memoria? ¿Son fieles los recuerdos que recordamos? ¿Nos puede traicionar la memoria? ¿Qué hay de la memoria que se deja envolver por la nostalgia? ¿Qué hay de nosotros sin recuerdos? ¿Qué quedaría de nosotros sin la memoria? ¿Cómo podríamos proyectarnos hacia mañana sin ayer?

“Recordar y hacer memoria no son la misma cosa. Hay en lo primero una pulsión involuntaria que nos toma de imprevisto y nos deja a la intemperie. El recuerdo -como el olvido- se abisma sobre la persona y no existe allí más que una materia desconocida en un tiempo que se impone”, sostiene Julieta Santos a modo de epílogo para “Si preguntan por vos”.

Recordar y hacer memoria no son la misma cosa, claro que no. Y esa, puede que sea un punto cúlmine la mayor de las certezas a la que logremos arribar en este libro en el que el escritor riojano, hábilmente, nos sumerge en un océano de incertidumbres cuya profundidad se abraza a la endeble certeza de los hechos que ocurrieron, pero que podrían no haber ocurrido así, como el personaje los recuerda (o como los recordamos). Nos sumerge en lo indefinido de los pensamientos de “Nito”, que se parecen tanto a lo indefinido de nuestros propios pensamientos. En lo que quisimos ser, para ser tan solo lo que pudimos. Nos sumerge, Nerio Tello. Y una vez allí… aunque no queramos, no nos quedará otra cosa que poner en marcha la maquinaria de recordar. La memoria, como un mecanismo de rescate.

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