Tejedora de Memorias

Las paredes, como ocurre casi siempre, atesoran recuerdos. En un rincón la foto en sepia de una mujer, tenue y delicadamente iluminada corona las anotaciones en un cuaderno, como geografías del corazón. Y ella, Clara Ortiz, dibuja una sonrisa en el aire que abre de lado a ladola historia de sus emociones, entre paraísos, lanas y tules.
Cuando atravesás la puerta de Un Muro (Belgrano 232), te da la sensación de que estuvieras atravesando, en realidad, un túnel hacia otro tiempo, tal vez otras dimensiones posadas sobre las paredes con la delicadeza de unos materiales afincados en la sensibilidad de la memoria. Recordar es volver a pasar una y mil veces por los rincones en los que fuimos aquellos pasos que hoy nos traen hasta aquí, a este punto en que la artista se presenta con toda su humanidad de tejedora de recuerdos.
Clara Ortiz, riojana de nacimiento viviendo en Buenos Aires desde hace ya un buen tiempo, expone su muestra en un espacio tan acogedor como hospitalario, en consonancia directa con su sonrisa que, desde el saludo inicial, queda flotando en el aire, abriendo de par en par la historia de sus emociones, entre paraísos, lanas, tules y la mirada de su mamá que vuelve una y mil veces, desde una vieja casona en Chuquis, a posarse sobre esas manos que dan forma a lo que, hasta ese momento, resultaba intangible.
“Mamá Paraíso”, precisamente, es el nombre de la muestra que Clara expone en esta Ciudad hasta el 30 de agosto, en una especie de convocatoria irrenunciable a la sensibilidad de la introspección como un tejido que, punto por punto, lleva al observador hacia la distancia de un tiempo que, gracias a la particular mirada de la artista, se vuelve prácticamente propio.
Es entonces cuando uno comienza a buscar en el atrás para llegar hasta ese espacio en el que rememorar trae aquí y ahora a las manos de nuestras abuelas, de nuestras madres, tejiendo el tiempo que queda suspendido en lo más recóndito y emotivo de nuestras retinas. Clara lo cuenta, desde su propia experiencia, mejor que nadie. Cada verano, con la misma persistencia del paso del tiempo, vuelve a Chuquis, a aquel pueblito azul en que solía pasar sus vacaciones familiares, en un contexto de naturaleza a pleno y brisas cálidas, en un entorno de colores y aromas contenedores y perdurables como los abrazos de su mamá, a la que recuerda coronando la ronda de hermanas, en el ancestral ritual colectivo del tejido, oficio que se le hizo carne desde sus cortos 5 años.
“Aprendimos de muy chicas”, afirma. “Eso estuvo siempre”. Y así como estuvo siempre, siempre es la manera en que vuelve. Este trabajo suyo que ahora se expone en Un Muro es, en síntesis, una manera de “recuperar”, pero también y al mismo tiempo de “hacer una revaloración del tejido que aprendimos de muy chicas. En aquellos tiempos todo era manual, todo era artesanal y mamá nos ponía en contacto con esa tarea, con las ramitas de paraíso”.
Así es como la última producción de Clara Ortiz remite y refiere completamente a eso desde los bollitos de lana que le dan vida a la imagen que logra recobrar, con enorme sensibilidad, respecto del tejido que podría hacer una niña de 5 años, aunque hoy el contexto sea muy diferente y no se de en ese mismo sentido. No obstante, no deja de ilusionarse con que aquello pueda retornar. “Antes no se nos preguntaba si queríamos tejer, pero además había todo un entorno muy positivo para esa actividad. De alguna manera creo que todo aquello está volviendo. Hay muchas chicas que se están dedicando a bordar, por ejemplo, que incluso toman clases. En un mundo muy tecnificado volver 100 años atrás por un rato está muy bueno”, afirma.
Claro que si de volver se trata, ella puede hacerlo desde un lugar muy especial, el de la vivencia propia. Y también en lo compartido con sus hermanas, que también asisten a la muestra desde el soporte de sus voces contando, narrando con precisión emotiva cuáles son sus primeros recuerdos con respecto al tejido y qué significa la acción de tejer para cada una de ellas. “Mamá nos enseñó a tejer con los palos del paraíso, que hacían las veces de agujas. Pero recuerdo que también hacíamos guerras con los venenitos. De grande te das cuenta de todo lo que viviste; y a esos lugares se vuelve con el corazón, que es lo único con lo que podemos viajar”.
Y Clara vuelve a viajar, una y otra vez. Con el corazón y con los recuerdos, como ovillos de memoria. “Vuelvo todos los veranos a Chuquis, que es mi lugar en el mundo, en La Rioja. A Chuquis uno lo arma. Ahí camino, recorro, como cuando vivimos la infancia. Nos llevaban en verano y de vacaciones; estaban mis primos, se armaban unas reuniones grandes. Es un lugar del que uno no toma dimensión”, cuenta.
Es así como en su producción artística Chuquis se torna ineludible, tanto como ineludible resulta encontrar en “Mamá Paraíso” las huellas de su recorrido personal, entremezclado con el retrato de su mamá y los bocetos que también presenta a modo de muestrario de construcción emocional, dándole forma a la figura materna con las flores del paraíso. “Mamá se dedicó a criar diez hijos”, cuenta, pero de inmediato agrega que, además, “tenía una enorme pasión por el tejido”. La misma pasión, tal vez, con la que la artista riojana teje sus memorias de jarilla o molle, con las que genera las tintas. “Trabajo mucho también con las plumas, y desde esta muestra estamos pensando en generar otras acciones: un conversatorio, una muestra de danzas, alguien que lea alguna poesía. En definitiva buscar que sea una muestra interactiva y original”.
CONSTRUCCIÓN INTERNA
¿Cómo transformar el recuerdo infantil de las flores lilas y violetas del árbol del paraíso de la vereda familiar en un rizoma? ¿Cómo volverlo un modelo productivo y experimental? Esas son las preguntas que se plantea Paula Doberti, una de las curadoras de la obra de Clara Ortiz. Las respuestas, tal vez, lleguen a partir de la visualización de ese universo etéreo que la artista propone a través del empleo de un material tan delicado como el tul. Pero también de la mirada perceptiva de un entorno que ancla sus conquistas (tesoros) en la naturaleza, como fragmentos de una memoria extensa. “En Chuquis encuentro que puedo ver el horizonte y el día comienza muy diferente a lo que ocurre durante todo el año. Ese lugar es mi fuente de inspiración, no sólo artísticamente, sino también en lo que tiene que ver con los materiales, ya que al caminar por sus calles recojo vainas, semillas, objetos con los que luego realizo mi trabajo”, cuenta la artista.
Ese es el comienzo de la construcción interna para ese rizoma cuyas raíces (como todas) van por debajo de la tierra y en lo profundo de la memoria, pero que también es un recuento de cosechas de ese “caminar con un andar que te genera la necesidad de transmitir esa paz, esa tranquilidad, que también se entremezcla con los recuerdos de mi padre, que era muy intelectual y nos enseñaba la importancia de la palabra escrita, de los filósofos, de los poetas”.
“A veces tenés una idea que se te ocurre y es muy interno ese sentimiento. Anoche recordaba cómo había nacido esto del tul, y estaba todo pautado en mi cuaderno. Pero un día me levanté y me pareció que era muy oscuro. Entonces me dije que esto tenía que liberar el color. La paleta del paraíso es el lila y el violeta, me dije, y me pregunté ‘¿cómo se puede liberar?’ Lo más etéreo es el tul. Es el material más etéreo y además es orgánico, y al ponerle un elemento de la naturaleza cambia”, narra Clara.
Y de cambio, de transformación se trata, justamente. Como cuando las agujas iban dando forma al tejido en el “placer de la siesta, tejiendo junto a mis hermanas, comiendo mandarinas y escuchando las novelitas que pasaban por la radio”, que así es como lo rememora una de las voces (de una de las hermanas de Clara) que acompañan la muestra desde un entorno emotivo y con destino de perdurabilidad. Igual que perdura la memoria, punto por punto, en el tejido de la vida.
“Me interesaría que mi obra quede, porque una hizo y hace tanto en relación a sus antepasados. A veces encuentro bordados inconclusos de mis abuelas que siento que nos conectan de alma a alma. El tiempo es circular y vuelve a pasar por el mismo lugar”, sostiene Clara, a modo de conclusión. Aunque en rigor de verdad, el ovillo de la memoria (la suya y la colectiva) aún no se acaba. Resta mucho todavía, también, por destejer, mucho para volver a ser niños, de alguna manera, mucho por volver a tejer la memoria, como tanto disfruta de hacerlo.
(La presente nota fue publicada en el suplemento 1591 Cultura + Espectáculos de diario NUEVA RIOJA)
 
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