Una reseña para el libro «Cabeza de niño», del escritor Daniel Riquelme
El poema tiene la función de revelar. Revelar la realidad. Esa realidad que puede incomodar un poco más o un poco menos, pero que nunca deja de ser la realidad, incluso cuando el velo tapa por completo los ojos, enceguece, y hasta deja sin voz. Es que no se puede decir, si no se puede ver. Y más aún, no se puede decir si no se quiere ver. Pero siempre que se quiera ver, llegará la interpelación como un rayo narrativo que entrecruza la historia y la política y, sobre todo, la mirada contemplativa que se recuesta sobre la fragilidad de los desposeídos.
“Cabeza de niño” de Daniel Riquelme (2013 – Ediciones La Yunta) es eso: un manto de cruenta realidad que revela desde el poema, atraviesa la lectura y se enquista en ese sentir que incomoda, que desequilibra y que pone a la indiferencia contra las cuerdas, porque no se puede ser indiferente a lo que nos ocurre en esta, nuestra sociedad, cíclicamente reiterativa. Como el incesante golpeteo de un martillo contra la pared, hasta el mismo hartazgo.
Emparentada con una obra fundacional como lo es “El Matadero” de Esteban Echeverría, “Cabeza de niño” nos cuenta una historia en la que las vivencias del autor se tornan vitales, entendiendo aquí el concepto de vitalidad como una contraposición necesaria a la tragedia constante que se reescribe sobre la sangre de los pequeños oprimidos; degollada su ilusión como un juguete que se fractura al estrellarse contra el piso.
El propio autor da cuenta del punto de partida para su obra, estrechamente ligado a su experiencia de trabajo en un programa de la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia de la Nación que, con el correr del tiempo, se le empieza a aparecer en lugares como Ciudad Oculta, determinados paisajes que lo arrastran hasta la zona de Mataderos y a escenas de niños decapitados que cobran una significación muy especial.
A partir de allí, la escritura va siguiendo un tranco, una respiración y obliga a que el lector intervenga activamente. No hay, entonces, una historia que contar sino una historia que cada uno arma en la medida en que va leyendo porque, como bien afirma Riquelme, “la historia es algo a lo que se llega, no algo desde lo que se parte”.
No obstante, en todos los casos, la historia nos traspasa. Porque el poema tiene la función de revelar. Y en ese revelar caemos en la cuenta que “El matadero” (al igual que otros tantos dramas nacionales) se sigue escribiendo, que no ha concluido aún y que nos asisten ejemplos muy recientes para confirmarlo, como el terrorismo de Estado, la guerra de Malvinas, o el estallido de 2001, en el que continúan cayendo los jóvenes. Esa estrepitosa vocación del pueblo por devorar a sus crías; marca trágica del nacimiento de nuestra historia.
Es francamente difícil abarcar en un solo calificativo todo lo que al lector va generando “Cabeza de niño”, ya que el libro escapa a la clasificaciones que, muchas veces de manera caprichosa, intenta imponer la literatura. Sin embargo, y más allá de toda pretencioso encuadre, lo que logra Riquelme es conmover desde una escritura que acerca al poema al decir diario de la gente, logrando así una estrecha identificación como lo que se narra. Porque el poema tiene la función de revelar. Y Riquelme, a través del poema, lo logra, al punto de conseguir ponernos frente a frente con nuestra insoslayable realidad: no hemos dejado de ser, aún, los degollados de siempre.
PERFIL
DANIEL RIQUELME. (San Vicente 1961). Publicó los libros de poemas: Los pastitos (Zama, 2004), El cruce (Paradiso, 2007), Intimidad de la siesta (Ediciones Cada Tanto, 2010), Cabeza de niño (Ediciones la yunta, 2013) y la novela La Chirla (Ediciones la yunta, 2014).