Una reseña para el libro «Premio consuelo», de la escritora Lucía Angélica Folino
Había una vez una mujer que no confiaba en sus instintos ni en sus premoniciones. Había una vez una mujer que sólo atinaba a huir de la creación y a despreciarla. Hasta que una vez -bendita vez- esa mujer se miró en un espejo. Todo lo que sobrevino a ese instante de descubrimiento pleno de lo que no se ve pero existe en lo que no se ve, pasó a ser el premio consuelo que, despojada de todo, alzó triunfante al viento con la simple -y al mismo tiempo compleja- determinación de decir algo.
La asistió, al fin, la primigenia osadía de decir. Y de decirlo así, sin vueltas, con las palabras de este mundo, donde no caben concesiones ni espacios para esa pretenciosa búsqueda de un arte poética que intenta, a su vez, aproximarse a lo sutil y aferrarse a lo frágil, a lo vulnerable.
Leer la poesía de Lucía Angélica Folino invita a imaginarla caminando por las calles de Avellaneda (su Avellaneda), en las que todo lo que rodea a esa mujer frente a su espejo -que es también el espejo de todos-, puede tornarse en el reflejo de una palabra que la nombre, aún en el silencio, aún en el vacío de los contenidos que pudieron disolverse como olvidos insistentes en una memoria sensorial que resiste a olvidar.
Y en esa resistencia, que se ancla en la cadencia de los versos como cataratas de verdades incontrastables, nos nombra e interpela. Y nos ofrece otro consuelo, aún mayor y trascendente: la última palabra que es el poema, a la que -y al que- Lucía rinde culto, aunque no se arrodilla. Muy por el contrario, va siempre detrás de su merecida recompensa.
“Todos queremos descubrir una: / la última palabra que nos nombre / como encuentran los pintores / una imagen de mujer pantera”.
Así se afianza la poeta en cuestión desde ese profundo abismo del decir al que no se puede dejar de asistir, al que no se puede dejar de caer, página tras página de “Premio consuelo”. Pero incluso si se pudiera, quedaría flotando siempre en el aire la extraña sensación de que volveríamos a subir para deslizarnos una vez más desde las alturas hacia el precipicio en donde el amor muestra todas sus caras (como una moneda lanzada al cielo), entre esa dulce tensión sexual a la que Folino recurre con sugerente maestría y la escritura, su escritura como un pulso que “atraganta el dolor abisal de la partida”.
Y es que un día, como cuando de pronto nos miramos en un espejo, “te levantas y compruebas / que el techo es un prostíbulo sin fama / con palabras que nunca serán dichas / con versos que jamás llegan a nada”.
Ironías y crudezas que sugieren observar desde las cornisas de nuestras existencias para descubrir que “la legión de los que venden su alma al diablo / no tiene límites”, como tampoco lo tiene la capacidad descriptiva de la poeta al pergeñar su “obra de arte del alivio” frente a tanta mediocridad a la que muchos insisten con llamar arte, desnuda en cuerpo y alma (así es, en definitiva, la poesía de Lucía), entre las gentes.
Ironías y crudezas. Como la vida misma frente al espejo en el que una vez -bendita vez- al fin nos vemos: a veces una caricia, otras veces un cross en la mandíbula. Pero siempre un devenir irreparable. Y alguna que otra poesía, como un premio consuelo.
PERFIL
Lucía Angélica Folino nació el 19 de diciembre de 1956 en Avellaneda, Buenos Aires, Argentina. Abogada, docente y poeta, publicó en 2004 su primer libro. En el año 2007 se difundió el poemario erótico “Veinte sonetos pornográficos y una pasión estrafalaria” distribuido en internet por suscripción virtual. Fue convocada por prestigiosas antologías nacionales e internacionales en formato papel, revistas literarias virtuales y blogs digitales. Escribe letras de canciones registradas en SADAIC y SIAE. Ejerció la abogacía durante tres décadas en Argentina. Ha participado en numerosos talleres de poesía, narrativa y publicó “Retablo de duelos” (2004); “Acuario plateado por la luna” (2005); “Venas al menudeo” (2015) y “Cruzamientos y aspavientos (2018). Actualmente dirige la revista El Camaleón Fatigado.